La lengua elige a unos cuantos tipos para expresarse, para salvarse, para decir todo lo mucho que tiene que decir, que es decirse a sí misma
(Francisco Umbral)
Cuando es traducida a otro idioma, la página umbraliana pierde su gracia y su mística, el explendor de aurora del introito y el olor a cansancio del traje del trajín del ocaso, que es cuando el idioma en la aventura umbraliana finaliza su periplo.
Los literatos vuelven locos a los traductores, coño, mientras que los buenos narradores son como putas fáciles de cortejar. Los japoneses se volvían locos cuando Cela ganó el nobel porque no encontraban en su lenguaje nipón un equivalente apropiado para tanto palabro.
No me gusta medir versos, y tampoco me ha dado nunca por medir frases en los artículos de opinión , pero se rumorea que Umbral, que en el fondo era más poeta que periodista, escribía sus columnas en endecasílabos. De ahí el ritmo, la música, el pasaporte de la lírica para ser bien acogida por el receptor.
Anteayer tuve un sueño. Un sueño del dormir, no de la vigilia, es que uno sueña mucho, quizá demasiado, duerme y sueña y cuando despierta sigue su cabeza en pos de una quimera o inventando pamplinas, según el momento o la gachí que haya en la parada del autobús , que eso siempre inspira.
Anteayer, digo, volví a soñar con este tipo, no con su egregia figura, sino con un libro suyo no editado, un libro inexistente pero que muy bien podría haber escrito. Era uno más , con el mismo carácter de tantos. Era un volumen de crónicas madrileñas inédito que acababan de publicar después de su ausencia de dos años. Según el dictamen del sueño, era de lo mejorcito, donde se aunaban la pureza de su lírica junto con la impureza de sus recurrentes temas, con los que se conjugaba su peculiar estilo de música y ritmo. El libro se dejaba leer de un tirón , no era muy extenso y creo que tenía fotografías. Lo extraño del sueño, como si fuese un chiste, es que llegado al final, cuando las página en blanco sucedían al magro del texto, yo seguía leyendo, admirado, y exclamaba o pensaba con signo de exclamación: ¡hasta los silencios los escribía en endecasílabos!
Muy bien este sueño pudo ser la causa de lo que escribí en mi cuaderno actual la tarde anterior, en las primeras páginas de una posible novela:
[...] y un día , al volver a casa, dejé aparte el teclado y mi adicción bloguera y me adentré en los mágicos bosques de hojas en blanco.
Emgañosa blancura, embustera pureza. Yo sólo pegaba la bola de tinta del bolígrafo al papel y ejercía de descubridor, no de creador.
La Highsmith y los gatos.
Podemos decir que en Literatura hay dos tipos de encantamiento, y tomemos como ejemplo a este señor. O admiraba el buen hacer del escritor por sus hallazgos, o admiraba la pose del literato más que su obra.
Ahí está el caso de Patricia Highsmith, de la que ahora se han editado las cinco novelas del genial Ripley en un sólo volumen, en Anagrama.
No se qué opinaría Umbral de la obra de esta señora, que vivía apartada en Suiza rodeada de gatos y de botellas de ginebra. Pero sí recuerdo un perfil que hizo sobre ella, una memoria en la que bebieron juntos y luego se liaron.
¿Memoria o ficción? ¡Patricia Highsmith era lesbiana, y le gustaban las rubias! Bien pudo suceder.
Patricia Highsmith, antes de salir del armario tuvo un novio fotógrafo, al que sirvió como modelo.
Patricia, tan jovencita, escribía novelas como Extraños en un tren, que Hitchcock -al que también le gustaban las rubias- adaptó para el cine.
Sus novelas son célebres por sus sagacidad y profundidad psicológica, sin embargo, vivía como una misántropa en el campo, rodeada de gatos, a los que quería más que a los hombres.
Como Francisco Umbral, que dijo ser su amante, él también amaba a los gatos y hacía gala de su misantropía.
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