lunes, 30 de marzo de 2015

Los señores de la montaña y las torres de marfil

Muchos días de desazón social me abrigaba en la idea de una misión, la misión Torre de Marfil, y tan sólo esa ensoñación me salvaba del mal social, creyéndome un otro, un sabio en su torre de marfil.
Monsieur de Montaigne vivía tan ricamente instalado en su torre de marfil, y no le fue nada mal, al menos la herencia que nos dejó es germen, semilla, generadora.
Yo me he convertido en un modelo ser aristotélico, ser social, ser político, ser un gusano más en la podrida manzana de la insania, de la situación de la nación.
El mismísimo señor de las altas cumbres
donde hemos de llegar algún día.
Michel de Montaigne.

Por vanidad prefiero decir que vivo el spleen de Madrid antes que reconocer que soy gregario. Son fatuas ventajas que tiene el haber leído. Me gusta visualizarme sin embargo en la ordenada vida del literato sabio en su santuario. Agún día seré como Montaigne, como Pla, como Kant, como Umbral, como Patricia Highsmith, o como el mismísimo Proust. Como la santísima quimera del literato en sus atributos más atractivos.
Por compensar, ya que no escribo tanto, ya que ya no soy tan creador, sí soy al menos un sujeto literario con sugerentes predicados. Me envidian los casados y me admiran los solteros.
Cocinero ilustrado, voy diligente por caminos rectos con intenciones apolíneas, desviándome a cada reclamo del bosque de lo dionisiaco. Por eso me veo más reflejado en la primera imagen, queriéndome en la segunda, cuando en la segunda se me escribe a mí, que quisiera ser yo el que escribiera la escena primera, y en este círculo vicioso -pues vicioso soy un rato- estoy, querer y no poder, la realidad y el deseo, o sea.

Ilustración que Lewis Carroll hizo para su obra magna,
supongo que para el episodio de la merienda de los locos
 Contento estoy, pues al final he conseguido los ensayos completos de Michel de Montaigne, padre de todos los pensadores de andar por casa, que ven el mundo y lo escriben, como Josep Pla, y así más o menos mencionado por Francisco Umbral. Me los ha regalado mi amiga Perséfone. Bueno, ella me regaló una tarjeta regalo, y ante sus narices -que luego mordí lujuriosa, tiernamente-, tomé el gordo y goloso tomo. Ella se compró el Ser y Tiempo, de Heidegger.

El gran Jardiel escribiendo la insania del mundo
 Luego compartimos tapas y cervezas con otras amigas: una nos habló del carro platónico, el alma en un carro y el auriga que es la razón y los caballos que son los impulsos y yo pensando vanidoso y egocéntrico, recordando la bella y cierta alegoría, que todos escriben sobre mí, hasta el mismísimo Platón, no sólo Lewis Carroll, no sólo Jardiel Poncela.
Después, la bella Perséfone y yo nos quedamos solos y bebemos café y luego ella Baileys y yo bourbon. Es agradable estar fuera bebiendo y fumando en una terraza, los dos muy juntos, hablando de sexo, de lo que no haremos esa noche, pues tenemos una tensión sexual no resuelta que queda platónica mareando la cuestión entre lo casto y lo guarro, caballo casto, caballo guarro, jamelgos divergentes en el mismo barco alado.
De camino a casa, hojeo el voluminoso ejemplar de sabiduría y leo fragmentos. Te gustará Montaigne, lo sé, hubiera comprado el libro ante tus narices cuando vinieras a verme, pero te las morderé igual, lujuriosa, tiernamente.

Heredero del título de Señor de la Montaña, Michel de Montaigne decidió en su larga baja de funcionario encerrarse en su torre de marfil, oh, su castillo. Cenaba con su esposa temprano y frugalmente y luego entre libros y conversación quevediana con los difuntos, escribía la vida y su ego ante ésta. Sobre el tamaño de su polla -según parece es cierto-, sobre clásicos latinos como Propercio,  Plutarco y Séneca, sobre las razones del vestir la desnudez y sobre el qué sé yo y esto también es cierto-.
Yo recordaba a Josep Pla, en su torre de marfil, señor de su montaña, pasando el día en la cama leyendo también a los clásicos y escribiendo la vida que pasa. Luego se iba de cena con los amigos y en amor y buena compañía se iban todos al burdel. Vida ejemplar donde las haya, así su sempiterna y oriental sonrisa.
También a Kant, cuya semblanza leí no hace mucho, el más importante filósofo hacia la modernidad, tenía una rutina de fumar y dar clase y de comer por ahí y de tertulia con los amigos y luego leer y escribir y todo a las mismas  horas cada hecho en su momento tan así tan ordenado que el vecindario sabía la hora que era por el momento en que pasaba paseando el reloj de nuestro pensar, Immanuel Kant. También hay que leer a Kant, su ética en la que hay que ser lo que se quiere ser, aunque no lo seamos. Aunque yo no sea bueno, si hago lo bueno, bueno seré, e imponiéndonos la norma ética seremos por fin ese Yo por el que luchamos, esa sociedad perfecta, esa quimera que nos devora por no existirla. Kant, ese coñazo en COU, ha de ser un padre espiritual, un espejo en el que reflejarnos.
Pla, sonriendo siempre como el gato de Cheshire

Y más señor de la montaña que nadie, más que nadie en su torre más marfileña que ninguna, está Marcel Proust, el tío tumbagas de la literatura, en dura competencia con Carlos Onetti. Pla, si no hubiera sido tan putero y tan vivales, hubiera formando parte de una trinidad de tíos tumbagas muy curiosa, escribidores en la cama, escribiendo la vida, su ego, su polla y el vestir con literatura esta desnudez nuestra que nos tiene ateridos y perdidos, desconcertados.

Un retal para Hilvanes

Aunque hay muchos artistas que han puesto imágenes en ocasiones concretas a ‘Alicia en el País de las Maravillas’  (entre ellos, Dalí), lo cierto es que las ilustraciones que solemos asociar con la obra magna de Lewis Carroll son las de John Tenniel. Se trata de un ilustrador y humorista de finales del siglo XIX al que Carroll recurrió personalmente al darse cuenta de que sus propios dibujos pecaban de amateurismo. (Seguir leyendo)

Coda

Quiero más forjar mi alma que amueblarla

(Michel de Montaigne. Ensayos)