domingo, 24 de diciembre de 2017

Otra alucinación de Navidad


Estoy callado idioma mi jardín
Evitando palabras tenaces
Un silencio fanático ruge
Mis pensamientos son ataúdes

Vago en la oscuridad pordiosero
Borracho de ocio y de crepúsculos
Boca muda mi viejo tañido
Espero oír la voz que no me llama

Nadie oye mis pasos yo tampoco
Abro y cierro los ojos en tinieblas
Mis pestañas se enganchan al vacío
Mi lujuria en el viento enfermo sangra

Espantado de mortal cansancio
Solamente vigilo mi silencio
Descubro tras la noche la gran puerta
donde el guardián invisible me espera

Carlos Edmundo de Ory



Aquél tipo que pude ser y no fui vino de otras navidades para mostrarme todo aquello que yo había perdido -o para ser exactos, todo aquello que yo no había ganado- por entregarme a una vida viciosa y procrastinadora. 
Yo fui hacia él para exhibir todo aquello que él había evitado siguiendo el camino de constancia y entrega al ideal. 
Yo le observé divertido, admirado, alucinado. Pues no había día en que no soñara con ser él, admirando los frutos de ese potencial que no había explotado,  y divirtiéndome en divagaciones. Alucinando, pues.

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Quimera, animal de la mitología griega

Èl me miró aterrorizado, con pavor verdadero, como dentro de la peor pesadilla. En su carrera hacia el éxito no había tenido tiempo en perder el tiempo con temores vanos como la vanidad de mi vida.
Él había leído todos aquellos libros que yo no; y había escrito todas aquellas novelas, relatos, poemarios y opúsculos que yo había querido realizar, o que había escrito y que ni siquiera había revisado, olvidándolos entre el moho del desvan de mis abdicaciones. Él había tenido muchas amantes, todas aquellas muchachas que yo tanto había deseado, y estaba casado con un amor verdadero, aquél amor que yo tuve tan fugaz como el veranillo de San Martín, permaneciendo en él como el eterno día deleterno  verano donde el frío no llega, no, si acaso la brisa acariciadora como sus manos de una blancura nívea derritiéndose por el calor de su pasión. De mi pasión. Él era un autor de éxito, reconocido por crítica y público. Él emanaba cultura por donde pasaba. Él enamoraba. Y era deseado. Y para colmo de parabienes, motivo de cochinas envidias y murmuraciones, era un gran filántropo. 
Laureles y premios. Sí. 
Yo le miraba, digo, divertido y admirado, alucinado y embalsamado por el licor del sueño que pudiera ser pero no es. 
Él me miraba, digo, aterrorizado y alucinado. Cómo iba a merecerse él esa pesadilla atroz, el reflejo en el espejo del tipo que había desperdiciado su talento , pordiosero, borracho de ocio y de crepúsculos con su lujuria que en el viento enfermo sangra ...
Frente a frente, enfrentados, dos hermanos gemelos o siameses acercándose el uno, tratando de huir el otro. Encadenados.
El gallo de la Nochebuena cantó y fue como si despertáramos.
Yo desperté como todos los días, legañoso y aturdido, pero lo intenté de nuevo, cogí el bolígrafo y sangré mi sueño y entre lágrimas añoré tu consuelo, mi niña, mi mano nívea y brisa, mi pasión del eterno día del eterno verano. Pensé en aquél tipo de mi alucinación, aquél que pude ser y no fui, y me encogí de hombros, casi aliviado o no, mejor decir liberado de su carga ambiciosa cargada de miedo al fracaso. No sé ni me importaba conocer por qué andurriales andaba, olvidado de mi, su hermano mendigo, mendicante. Que en los arrabales de la vida una y otra vez se levantaba y caía, y se soñaba y se seguía, estrella en el firmamento, tú, mi hermano, mi yo soñado y no existido. Mi quimera.
Quizá porque yo le miraba sin miedo, pues acostumbrado a la caída y al fracaso yo seguía y caminaba, yo vivía y existía. Yo, el perdedor, continuaba nuestra historia.
Quizá porque él me miraba atemorizado a que yo hubiera podido ser, y sin embargo yo era. Él, acostumbrado al triunfo y la ganancia, se quedaba parado y quieto y anclado en el limbo de los que pudieron ser. Pero infortunada o afortunadamente, realmente, no fueron. 
Oh, sí, yo pese a tanta derrota, soy, mientras él muere cuando el sueño muere y la realidad se impone. Entonces yo existo. Y yo soy el que ama, yo soy el que existe y que cada vez que el gallo de la Nochebuena canta anunciando el alba ya no se niega a si mismo pese al frío día de invierno que se aproxima, y que por el solsticio saturnal cada día será más largo y cálido. Ya no tengo miedo, no como ese fatuo ser que es sueño vano.



miércoles, 13 de diciembre de 2017

Mundo redondo


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Cada día que pasa me alejo más del puerto de mis sueños, pero camino, navego; y gracias a la esfericidad del mundo llegaré hoy, mañana. Mi mundo es tan pequeño que nunca los pierdo de vista: en el horizonte siguen, tan grandes, reflejo en el mar del cielo.


Porque hay un lugar donde me están esperando, pero no me estarán esperando siempre. Y si me retraso, me retraso.

Amos Oz. Un descanso verdadero.



lunes, 28 de agosto de 2017

Los libros del verano. 2017. Junio, Julio y los reencuentros felices.

Uno no debería dejar de aprender nunca.
Quien cree que todo lo sabe o que poco le queda por ver se muere en vida en la tumba museo de sus recuerdos. En el vertedero de sus deseos muertos.
Entre el asombro y la vida nueva que cada día se estrena, los aprendices de todo y del Todo seguimos yendo a clase, y es duro el camino y es fatigosa la carga de un vacío por llenar o una existencia incompleta.
En la lectura vamos a clase otra vez, y estrenamos gomas de borrar y pinturas de colores. Siempre es Otoño en los libros, la estación del ir a clase llenos de expectativas.
Aunque sea Verano y estemos de vacaciones, las hojas caídas de un libro en nuestros ojos llenitos de ese asombro son la maestra otoñal de nuestra infancia, aquella que nos apartaba de la Casa Madre y que nos enderezaba para el conocimiento destino.
Hay mucha belleza en la intención de leer, porque nos vuelve niños que aprenden. Inconscientemente, aunque entre nuestras manos tengamos la novelucha más evasiva e intrascendente, lo que buscamos es el empuje aquel de la casa a clase.
Es que leer implica un sacrificio, apartarse de una vida y entrar en un terreno desconocido, a veces farragoso, a veces empinado, a veces turbio. Pero siempre hermoso porque ya lo dicen los sabios que escriben y sobre todo que leen: de un libro salimos otro.

Este verano, y en concreto en estas vacaciones en Agosto, he leído mucho, más que en los años anteriores. Y me he dejado invadir por esas otras vidas, las he vivido y me han rejuvenecido, haciéndome niño con ganas de más, niño que estrena sus pinturas de colores para decorar su mundo, niño que estrena goma de borrar de nata para corregir y quizá, por fin, olvidar.
En este paréntesis que son las vacaciones he decidido que ni el trabajo dignifica al hombre ni que la holganza lo embota. El trabajo es un instrumento de tortura, como su propia etimología dice. Trabajamos porque necesitamos comida, techo, ropa, y pagarnos nuestros muchos y excesivos vicios. Si por mi fuera me dedicaba a la lectura y el trabajo se lo dejaba a los apóstoles del madrugar y otros sadismos viles.
Antes de que quien me lea empiece a moralizar sobre mis ideas rebeldes y holgazanas -no dejo de ser el púber que se extasiaba ante la promesa de horas y horas de ocio vacacional- comentaré los libros de este verano.
Terminaba la primavera cuando me reencontraba felizmente con Paul Auster y su Brooklyn Follies, uno de sus libros mejores, que más me han gustado. Auster es un contador de historias, lo hace como pocos, viene de Dickens y ya sabemos que de Dickens no puede venir mala literatura. Dickens nos trae unas novelas de aprendizaje y es lo que hacemos en él, aprender. Auster es uno de sus alumnos mejores en estos días y con él seguimos sumergidos en ese conocimiento. Hay un libero que está un poco perdido y abandonado -una amiga me comparó con este personaje-, hay una niña que huye, hay un señor que narra y que también escribe y enumera sucesos:

El libro del desvarío humano, en él pensaba escribir, en un lenguaje lo más claro y sencillo posible, un relato de cada equivocación, torpeza y batacazo, de cada insensatez, flaqueza y disparate que hubiera cometido durante mi larga y accidentada existencia.



Comenzaba el verano cuando me reencontré con Julio Verne y su Martín Paz. Conocemos al Verne fundador - o casi - de la novela de ciencia ficción y al creador de grandes aventuras. Aún tengo el sabor que me dejaron La isla misteriosa -la primera que leí, de niño-, y Miguel Strogoff -Abre los ojos: mira-. Y sobre todo amamos al Verne de El rayo verde, una de las mejores novelitas rosas, a todo se atrevió este francés prolífico, polifacético, visionario y genial. Son mis tres preferidas. Y no he leído pocas de sus obras. En Martín Paz nos encontramos con otra historia de amor y con unos indios revolucionarios en el Perú del XIX. Una trágica historia con un final de leyenda.

Hacía años que no me reencontraba con Pepe Carvalho, por lo que que tomé, como en tantos meses de Julio, alguna de sus peripecias. Desde aquel desafortunado Yo maté a Kennedy no había vuelto a leer nada de Don Manuel Vázquez Montalbán. Con El laberinto griego me he reencontrado con todo lo mejor que el universo Carvalho puede ofrecer. Aquí nuestro gallego universal se nos está volviendo un poco crepuscular, lo que no quita para que gastronomía, sexo, política y demás ingredientes carvalhianos compongan el mejor menú. Con el trasfondo de la Barcelona preolímpica nos aventuramos en una peripecia de franceses y griegos; de proyectos, escombros y dependencias. La novela negra más inteligente, como sólo sabe cocinarla Vázquez Montalbán. Este libro tiene la anécdota personal de que me lo trajo un día un amigo diciendo que yo se lo había prestado, pero el libro no es mío. Tiene una dedicatoria:

Que no te pasen los años. Las personas, como el vino, mientras más viejas mejor. Con Cariño: (firma ininteligible) 13/5/91.


Lo que más leo últimamente es novela negra, o polar como dicen los franceses. Se me hace la boca agua cuando visito las librerías y miro los escaparates y veo todas esas colecciones. Ya en el siguiente post os presentaré al comisario Yureldergger, nueva promesa de este género.
Ya en el siguiente post os hablaré más de encuentros y menos de reencuentros, pues Agosto ha sido un mes de aventurarse con autores que no había leído. Como nuevas asignaturas para ir enriqueciendo de conocimiento a este escolar sempiterno: Juan Goytisolo, Ian Manook, Mark Oliver Everett. Hoy he ido a La Central de Callao para comprar algunos regalos y me he llevado también, para mi, Perros que duermen, la última novela de mi amigo Juan Madrid. A ver si aprovecho estos últimos días de vacaciones y me sumerjo en esta obra que promete horas de buena lectura, como siempre las hay con Juan.
De esta novela ha dicho Eduardo Mendoza:
Juan Madrid es genial. Leyendo este libro por poco pierdo un tren. Y es absolutamente verdad.
Vuelvo en unos días al trabajo y maldita la gracia que me hace quitarle horas a la lectura para el laboro nefando.
Tengo comenzadas también Anatomía de un instante,  de Javier Cercas, Velocidad de los jardines, de Eloy Tizón, y Alfabeto, de Inger Christensen; que al no tratarse de novelas me gusta que duren y quiero que me acompañen los últimos días del verano. De ellas, de estas obras, escribiré en un tercer post.


Y, el que es ahora mi libro de cabecera, El Libro de desasosiego, de Fernando Pessoa, que llevo meses leyendo, y los que me quedan.
Llevaba años sin escribirte una reseña, ni una crítica. ¿Recuerdas cómo hace 8, 7 años, te lo escribía todo? Cine, teatro, exposiciones, conciertos ...  Llevo más de un lustro de desatada vida social, de arrebatada vida que sería golosina para tus ojos voyeurs, ansiosos de mis pecados, algún día te escribiré mis noches y mis crepúsculos. Mis auroras y resacas.
Que voy borracho de ocio y de crepúsculos, como dijo Carlos Edmundo de Ory
Algún día te contaré cómo me enseñó y me ayudó a vivir mi libro mejor y favorito.
El Héroe de las mil caras, de Joseph Campbell.
Escuela pura y vuelta al aula de los días de escolar, libro necesario y cátedra.



martes, 11 de julio de 2017

Alba (2)

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Y ahora ven y trabaja en mi todo ese inmenso alba que he de despertar en ti.

lunes, 10 de julio de 2017

Alba


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Y ahora ven y despierta en mi todo ese inmenso alba que he de trabajar en ti.