miércoles, 29 de octubre de 2008

Yolanda en la estepa

Añoraban una mañana circunstancial. Sólo tenían que cruzar los brazos para adivinarse lejos. Ella vibraba con la caricia de olas imaginarias. A él se le ocurrió que podrían avanzar aún unos metros.
-Las piñas ya no nos distraen - aclaró él como si cantara.
-Mi padre solía decir que yo era algo más que una vaga promesa.
Él hubiera querido vestirla como a una muñeca, pero ya estaba vestida, y él no tenía más ropas que las suyas propias.
-Mi abuelo quizá tuviera la respuesta -siguió ella, a punto de llorar.
El consuelo se sirve en mantel a cuadros. Él preparó unas piedras y unas aceitunas azarosamente. Ella estudió sus movimientos y pensó que tal vez algún día la luna podría morderla ahí donde reside el nervio que si se roza da placer inmenso.
Él desabotonó el botón de la camisa en su pecho y le mostró su pezón derecho.
-Seguro que mi aureola es más clara que la tuya.
Él imaginó que ella le mostraría el suyo. Imaginó también que ese pezón le sonreiría gentilmente, iluminando la gris mañana de la estepa.
No pudo saber si el pezón le sonreía, pero ella sí le sonrió, sin amabilidad, le sonrió como la uña del dedo índice que al cortarse demasiado duele.
-Sacaste tantas aceitunas que no te hacían falta las piedras.
-Pero yo te amo, Dalanyo.
-Todo lo haces al revés.
-El orden de los factores no ha de alterarte.
Ella miró al Norte. Luego al Sur. Después al Este. Por último al Oeste. El mismo horizonte, no había escapatoria.
-No me quieras, no soy justa contigo.
-Nadie es justo en este contexto. Al menos, permíteme que te bese.
Ella escogió las piedras y se las metió en la boca.
-Aoa -dijo.
Él sacó con su boca las piedras, una a una.
Después, se sentaron a comer las aceitunas, apoyándose en la espalda del otro. Ella le daba los huesos, y él se los guardaba en el bolsillo. Los suyos los tiraba al suelo.
Después, ella le dijo que podía mirar su pezón, pero que un postre así se merecía una ruptura después de un beso.
-Sí -dijo él-, mi seno es estéril.
Ella se lo mostró. Sí, era claro y le sonreía, pero pícaramente. Él mamó y mamó hasta perder el resuello. Cogió aire y se besaron hasta perder el resuello.
Ella le tapó los ojos.
-Cuenta hasta cien.
-Cien, noventainueve, noventaiocho, noventaisiete...
Cuando abrió los ojos ella ya no estaba en la estepa porque ya no había estepa. La mañana en la ciudad era clara.
Él fue saboreando los huesos de las aceitunas que ella le regaló, recordando así el dulce amargor de la leche de su seno fecundo.

Escrito en Madrid, el 8 de Septiembre del año 2006

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