jueves, 9 de octubre de 2008

La Biblia de Jerusalén (I)

Según recomiendan por ahí, es algo imprescindible que en todo hogar haya por lo menos cuatro libros.
-Una Biblia.
-Un Quijote.
-Un diccionario.
-Un recestario de cocina.
Otros podrán incluír Las Mil Mejores Poesías en Lengua Castellana -la selección que hizo Ansón hace no muchos años es la mejor que conozco, pero se limita a la temática amorosa, y sin embargo, pregunto, ¿es poesía el verso sin amor?-, o un buen atlas, pero puestos así nos vamos a vivir a la Biblioteca Nacional y satisfechos... siempre falta algo...
A la hora de buscar esos cuatro libricos, nos encontramos con la disyuntiva que a todo lo humano atañe: ¿estética o ética? ¡Ay! Que me haga juego con el mueble, cuanto más voluminosa mejor, que tenga accesorios, ilustraciones, tapas en piel... o que sea de grata lectura.
Tú, futuro integrante del parnaso, si lo que quieres es salir en el programa de Fernando Sánchez Dragó sin que te llamen acémila, lo mejor que puedes hacer es comprarte el ejemplar que tenga al menos una buena parte dedicada al análisis crítico, con introducción erudita y notas a pie de página como caldera en el sótano, para dar combustible a tu hambriento intelecto.
-¿Quijote? Yo tengo una edición muy bonica, conmemorativa, con análisis de Francisco Rico, de Vargas-LLosa, de Francisco Ayala y alguno más que no es manco, precisamente, como el autor, valga la paradoja.
-¿Recetario? Si lo que quieres es guisarte unas lentejitas o freírte un huevo, mejor olvídate de las modas adriáticas, Simone Ortega puede ser tu abuela reencarnada en papel y tinta.
-¿Diccionario? El de la RAE, pero todo el que quiera ser sexador de musas debería soñar con esos dos tomazos del María Moliner, el diccionario de los literatos, que le llaman.
-Sagrada Biblia. La de Jerusalén. En el próximo post hablaré de ella.
Seguro que alguien conoce otras alternativas para todo esto. Se admiten sugerencias, y cuanto más descabelladas, mejor.

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