domingo, 26 de julio de 2009
El libro del verano
Una vez imaginé un relato del que solo escribí el principio que iría ni que pintado para estos meses estivales en los que la crisis nos ha dejado –supongo que será culpa de la crisis- sin canción del verano.
El relato era de detectives: el Ministerio de Cultura, o cualquier otra organización de negra faz, contrataba a un detective con todos los tópicos y alguno más para hallar la perdida canción del verano. Podría escribirlo ahora, ¿verdad? En este verano no hay radio con melodiosas alabanzas del sol, la playa, el amor y tu cuerpo moreno retostándose al sol. Chiringuitos, barbacoas, negros rabiosos que no se saben lo que quieren, mami.
Sin embargo yo, antes que la canción de otros veranos, recuerdo con más cariño los amores por sí mismos, sin canción como banda sonora. Fijaos como será la cosa, que hace ya siglos tuve una novieta en Agosto que se derretía con los OBK, -los OBKgate-, que les llamo yo desde entonces. Eso resta el elemento erótico musical a un verano en condiciones.
Y los libros, eso me emociona más que cualquier canción típica de la estación. El recuerdo de un libro en verano, nostalgia que se recobra a través de otros libros. Quizá por que un libro sirve tanto para el inventario de los inviernos y las primaveras, y que pudo haber sido leído un otoño. Pero guardo el sabor de otros veranos por sus lecturas.
Seria letal el escuchar como villancico el Aquí no hay playa de The refrescos, pero he releído Rayuela en Diciembre, y eso es vivificante.
La canción del verano suele ser hoja caduca, que solo sirve para la traca del deprimente programa del verano o para la broma nostálgica. Sin embargo, el libro del verano, eso es hoja perenne, siempre a disposición del lector, que si es buen lector nunca espera a que lo mande el histérico o histérica locutor de turno.
A mí, si un autor leído en verano me tocaba el corazón, ya le convertía en el Georgie Dann de todos mis veranos. Eso me ha pasado con Alfredo Bryce Echenique y, desde niño hasta hace bien poco, con Julio Verne.
Desde que de niño me bebí La isla misteriosa, volví a Verne cumplida la mayoría de edad: El rayo verde –sobre todo esta, una novelita de amor en una misteriosa Escocia-, Robur el conquistador, 5 Semanas en globo, 20.000 leguas de viaje submarino, Viaje el centro de la tierra, y hace cuatro años –mi última lectura de Verne-, Miguel Strogoff.
Cada lectura lleva un recuerdo, como un patio extremeño donde leí capítulos del viaje al centro de la tierra, saboreando higos cuello de dama. O aquella habitación en Villalba donde leía el Miguel Strogoff, por las noches, con unos ruidosos vecinos dale que te pego ahí arriba, que creía yo que se me iba a caer el techo encima: muelles de cama, gemidos, gritos, y como colofón, el chorro del grifo. Y eso que Julio Verne es lo menos erótico que ha parido Francia.
Desde que leí Un mundo para Julius un mes de Julio, bajo las estrellas en la casa materna, Alfredo Bryce Echenique se ha convertido en el Georgie Dann de mis lecturas.
Tantas veces Pedro, Cuentos completos, Reo de Nocturnidad, La vida exagerada de Martín Romaña –inmensa, en el año que mas libros devoré, aquel 2002-, El hombre que hablaba de Octavia de Cadiz –la obra que más me enamoró, en el verano más negro a la par que más vital de mi vida, un personaje, Octavia, como pocos se han creado, esa francesita con las piernas más graciosas del mundo…-, el huerto de mi amada…
El verano pasado, otro ejemplo, tiene también su libro-canción, llenito de lírica y gatos: Carta a mi mujer, de Francisco Umbral. Lo leía tumbado en la cama antes de ir al trabajo.
Como últimamente me toca pringar en Agosto, muchos libros estivales los he leído en el tren, en el metro, en el autobús.
Hace tres años leía en el tren a Alcalá La casa de la alegría, de Edith Warthon, y el Manual de literatura para caníbales, de Rafa Bigotes Reig. El primero lo leí emocionado, el segundo llorando de risa, que los rumanos y africanos que iban conmigo me miraban con un mosqueo…
Y el único capaz de hacerle la competencia a Bryce Echenique, por la cantidad de lecturas: Manuel Vázquez Montalbán con su Pepe Carvalho. Me zampaba yo cada Carvalho como premio al finalizar los exámenes…
Pero las lecturas que recuerdo con más cariño fueron las que hice en hamaca o balancín, en aquel porche de Cadalso de los Vidrios.
Leía a Caváfis después de las siestas bebiendo un exquisito te earl grey con aceite de bergamonta y flores de centaura –azahar-.
Me enamoré de las costumbres de los personajes de El amor en los tiempos del Cólera - los espesos cafés de él, los cigarrillos de liar de ella-, aquel verano que yo mismo comencé a escribir mis historias largas. Creo que fue hace doce años…
El proceso, de Kafka, siendo aún adolescente, que todos me miraban un poco raro.
Alicia en el País de las Maravillas, con dieciocho años, un verano en que el amor me hirió, en que me emborrachaba demasiado –me pusieron el sobrenombre del tequilitas-, y en que aquel mágico libro me hablaba. Creedlo, mantenía verdaderas conversaciones con ese libro…
Justine, de Durrell, también cayó un verano alimentando mi sueño.
Y allí, en ese porche, el máximo hit de todos los veranos, el desenfrenado baile de la literatura, el tiempo del cambio, cuando un libro transformó mi punto de vista ya, para siempre-. Yo salía poco del chalet, me bastaban Caváfis y Cortázar. En ese verano, trece años hace, yo escuchaba una y otra vez los tangos de Gardel –esas si que son canciones del verano-, y les sacaba los cuartos jugando al póquer a mis padres y a sus amigos.
Ese libro es el más grande porque es muchos libros: Rayuela, ya lo he dicho. No podía entender lo bien que se adaptaba mi cabeza a tantísimas ideas, ahí me enamoré del jazz, única música capaz de hacer de banda sonora a mi caos interior.
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2 comentarios:
Usted nos perdone, pero queremos hacer un par de puntualizaciones:
1.- Respetamos su pasión (o lo que sea por el Brice Echenique), pero los escritores aquí reunidos, protestamos. No nos mola, aunque hicimos el intento. Para colmo, ya sabe de su proceso por presunto copión... salió en prensa, y como no recordamos si hay sentencia, pues decimos presunto.
2.- ¿ de todas las costumbres de los personajes? Mire usted que algunas costumbres eran que bien que sospechosas y nada recomendables. Este libro nos lo leimos por recomendación del profesor Leyva, que era un señor que iba al cuarto de atrás de la Julio Otero.
3.- Pues para haber leío Alicia a los 18 años, usted no recordaba muchas cosas que digamos... ejem ejem...
bueno, ya se sabe, que donde caben dos caben tres. digimos dos comentarios han sido cuatro.
4.- Ha podido hacer algún comentario sobre el disco de jazz inspirado en Rayuela, ya que habla tanto de este libro...
Bryce Echenique tambien me plagia a mi.
Y Paul Auster.
Y mogollon de escritores de aca y de allende los mares.
Cuando les leo, digo: bah, eso ya lo habia pensado yo antes.
Lo del libro de Alicia con dieciocho años es que yo por entonces era muy kafkiano, el problema es que lo decia, y como mis amigos eran de pueblo me tiraban piedras. Bueno, piedras no, los hielos del botellon.
5oo psts. cada uno y borracheras casi cada tarde.
Luego por las mañanas leia a Cortazar, sus relatos, y por las noches, cuando no estaba borracho, leia a Lewis Carroll.
Y escribia versos patafisicos como:
"Desde que no estas amor
no se tu nombre.
Lo peor de todo es que transmito
carcajadas de dolor a las estrellas"
¡Juventud, divino tesoro, que diria Dario!
Y luego se extrañan de que haya crisis, despues de unos noventa desbocados, ¿que esperaban?
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