domingo, 24 de mayo de 2009

El Jardín de los Cerezos, de Chejov.

No sé si podré habituarme otra vez al uso de la tilde en mi portátil, ya hasta pienso sin tilde, que es como hablar para mí mismo sin acento, plano y sin cima.
A lo que nunca me acostumbraré es a ser un tipo con decisión, aunque tampoco lo intento.
Tengo varios libros leídos y por comentar, algunos post en borradores por publicar, un poema de Umbral que compartir con vosotros, oh, muchedumbre... Y ha fallecido el poeta Jose-Miguel Ullán, que fundó el suplemento Culturas en el añorado Diario 16, culpable quizá de este amor que tengo por los suplementos literarios, pues tenía yo como un tesoro una recopilación de este suplemento, que se hizo no recuerdo si por el décimo aniversario o por festejar el número mil.
Pero Mayo se escapa pronto, con bochorno y tormenta arrojados en su huída. Mayo, el mes de los cerezos, buen mes para leer El Jardín de los Cerezos de Chejov. Aunque, según me entero por ahí, mejor debería llamarse, en su traducción al castellano, El Jardín de los Guindos, ya que el Prunus Cerasus es más propio de esas zonas frías, y más dado a la elaboración culinaria que el Prunus Avium, cuyo fruto al ser dulce es idóneo para el consumo directo. Es decir, que aquí por esta época se comen cerezas, y que por allí son las guindas lo que consumen, más bien en salsas y confituras, como en esta obrilla chejoviana se supone que hacían antaño, en el antaño del momento de la acción de la obra, claro. Cuando tú ves un tarro con unas bolitas rojas como cojoncillos de demonio en alníbar, eso son guindas. Tenía yo un profesor cuando estudié para cocinero que, al añadir esas guindas en la macedonia de frutas, nos animaba a que nos las metiéramos por el culo, ya que eran muy buenas para lubricar.
Así que, con profesores así, yo sólo podía salir alcohólico -un setenta por ciento de los cocineros lo son- o literato. O ambas cosas. Como alcohólico no puedo ser por culpa de mi hipocondria he terminado más que literato, loco, a veces histriónico y a veces taciturno, como un personaje de la literatura rusa.
Los personajes de Chejov, al igual que los del gran Fiódor Mijáilovich Dostoyevski, se me antojan demasiado humanos, tanto que terminan siendo irreales, ya se sabe que los extremos se confunden. Además, no se llaman sólo como diga su ficha baustismal, tienen cuatrocientos nombres contando los diminutivos, que hasta los apellidos los tienen. Claro que exagero, pero es que estoy hablando de literatura rusa. Miguel Strogoff, de Julio Verne, es buena lectura para el que quiera leer algo de rusos sin tropezarse en este camino de piedras que son nombres y sus variaciones. (Pero, ¡ay!, Verne es un francesito, eso sí, universalísimo y clarividente, oiga). Claro, que luego uno termina por acostumbrarse en seguida, y cuando lee literatura de aquí con nombres planos como Don Juan o Inés o Sancho o Melibea pues echa algo en falta, como una complejidad de estepa y balalaika. Yo me suelo encariñar con estos nombres que son mil: Aleksei, Alyosha, Lyosha... Claro, que aquí un Franciso es un Paco, un Frank, un Curro. Pero nosotros no tenemos el patronímico que ellos sí tienen, además del nombre, el apellido y el diminutivo.
De Chejov había leído yo en un viaje de autobús un librito de piezas cortas de teatro. Luego se lo regalé a un amigo por su cumple, a uno de los siete akabaos que era actor y que ahora está por tierras de oriente currándose la entrada de un pisito. Todos los akabaos tenemos un arte, pero los cuatro más literarios nos hemos quedado solitos para darnos codazos en discusiones bizantinas.
Vayamos al grano, que divago que da gusto.
Este Viernes, después de la cena, me apoltrono y me zampo de un tirón esta obra, acompañado por los truenos y relámpagos que han venido a llevarse por fin el bochorno y el polen del día, para dar alivio a mi naricica roja.
Me gustan las tormentas, cuanto más ruidosas y espectaculares mejor, el temperamento romántico es lo que precisa para un desarrollo de su autenticidad: la furia de los elementos en su choque de egos. Campaña electoral para las europeas, o sea...
A Chejov le encuadran en el naturalismo, pero más bien es un tragicómico, a no ser que esta realidad sea tragicómica, entonces ya podemos ponerle la etiqueta correspondiente sin temor a la duda. Otros dicen que es impresionista, al menos en las literarias acotaciones lo es.


Esta obrilla, pese a su complejidad, se lee rápido. Y el drama desolador que va en su alma se adhiere al del lector. Son sus personajes tipos psicológicos identificables, algunos cándidos y llenos de bondad; otros bellos, idealistas; otros mezquinos, gorrones... Pero cada uno de ellos es complejo, que es lo que uno busca en la literatura, personajes que no sean planos, y que no acepten una crítica maniquea. Ya dije que son humanos, demasiado humanos.
Mas no quisiera decir más sobre El Jardín de los Cerezos, tan breve es que no tendrás excusa para demorar su lectura, si es que tienes un ejemplar cerca. Y que el segundo acto es muy hermoso, así comienza:
El campo. En escena, una ermita vieja y torcida, hace tiempo olvidado; un pozo junto a ella; grandes piedras que, al parecer, un día fueron sepulcrales, y un viejo banco. Un camino conduce a la hacienda de Gaev. Por uno de los costados, en el que se alzan, negros, los sauces, comienza el jardín de los cerezos. En la lejanía, corre una hilera de postes telegráficos y lejos, se extiende borrosamente por el horizonte una gran ciudad, cuyo contorno solo en días hermosos y claros puede divisarse. El sol va a ponerse de un momento a otro.

Después de la lectura continúa la tormenta, quien conmigo vive está al borde del suicidio, quizá no tanto, una mutilación metafísica amenaza con darse. En la televisión están echando El Código Da Vinci, broma pesada de más de dos horas, pese a que la Audrey Tatou a mí me mola, y también me ponen mazo las teorías conspiratorias. Se me ha ocurrido una ahora mismo: Antón Chejov es el guionista de esta película que interpretamos, él y unos cuantos sabios rusos más. Habrá que tomar un hatillo para subir al monte donde moran y pedirles clemencia. Uno, la verdad, preferiría interpretar una novela de Dan Brawun plagada de tontunas e intrigas vaticanas y amoríos aventureros. Y no poblar las páginas de este jardín de los cerezos que tanto queremos proteger, al que nos aferramos con amor e inconsciencia.
Los personajes, en efecto, al despedirse de su querida parcela, parecen ir cantando melancólicamente:

Ya es momento de ir
yéndose poco a poco...


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