martes, 11 de noviembre de 2008

Los hijos de Faulkner


Según iba leyendo El Ruido y la Furia, de William Faulkner, me iba dando cuenta de lo prolífico de su semilla y de lo larga -larguísima- de su descendencia, tal como el Ángel le anunció a Abraham, tal como las estrellas o los granillos de arena.
Es como Karl Marx, Faulkner, ha dado de sí tanto bueno y tanto malo, y al igual que hay una crítica que usa un método marxista, los habrá que todo lo literario lo calibren con un método faulkneriano. Es la condena por inaugurar una nueva época.
Yo leí a los iberoamericanos del boom antes que a Faulkner, y me gustan más las hijas que la madre, aunque a la madre tambien la tengo ya puesto un altarcito con tálamo de amor y tinta, para darle mis despechados ayes umbralianos, ¡ay!
Sí, es grande Faulkner, enorme y luminoso, pero su sombra es de ciprés, también, pero dime tú, improbable lectora, si hay algún sol en el Parnaso que no tenga su amenazante y constante eclipse.
Cinco partes tiene el libro, cuatro puntos de vista y un anexo como un último beso pelín aburrido para ser último. No sobra, pero como que no forma parte del cuerpo, si acaso son gafas que la guapa se pone para que la veamos fea, creyendo que seremos nosotros los que veremos más claro, que no ella.
La famosa primera parte, genial, el mundo visto a través del retrasado Benjamin, no con sus palabras, pero sí con su visión.
La lírica segunda parte, intensa y poética, la del suicida Quentin, ahí hay mucha literatura, mucho hijo vigoroso y mucho aborto literario también. Gabriel García Márquez dijo que era su preferida. Con párrafos como este, cuando el padre le regala el reloj, y le dice que se lo regala no para que intente someter el tiempo: Porque nunca se gana una batalla dijo. Ni siquiera se libran. El campo de batalla solamente revela al hombre su propia estupidez y desesperación, y la victoria es una ilusión de filósofos e imbéciles. También me gusta cuando dice aquello de que pisa los huesos de su sombra...
La colérica tercera parte, hoy diríamos de Jason que es un tipo estresado, y creo que se logra en el lector esa angustiosa sensación de laboriosidad, pese a que Jason hace nada en ese día, dar vueltas y vueltas, por la casa, por la ciudad, por su cabeza. Un tipo obsesivo, que vuelve a los mismos lugares y mismas ideas, esta parte empieza como termina.
La abnegada cuarta parte, con la templanza y religiosidad de la negra Dilsey, único personaje que no es egoísta, que es bondadoso, que todo lo aguanta sin perder su identidad -los otros personajes no se aguantan ni a sí mismos y van perdiendo su identidad por las esquinas de su alma-. Aquí el narrador no es el ego de un personaje u otro, si no el clásico omnipresente, aunque todo gira alrededor de esta mujer, auténtico motor de la mansión de los Dilsey.
Y la plúmbea quinta parte, la más corta y aburrida, con unas frases que no se acaban nunca, frases como matriuskas que contienen otras frases que a su vez... Es un anexo explicativo, pero la madre que lo parió, no hacía falta -pese a sus últimas páginas, llenas de maligna ironía-.
Yo leía este último capítulo y paraba a cada momento, y fumando, iba llegando a conclusiones, joder, a quien me recuerda esta manera de escribir. Pero mejor me callo, veinte páginas han dado más hijos tontos que hijos brillantes dio la primera parte, la que narra el tonto, ay que joderse.
Y mira que me gustan los libros que suponen un reto, pero Kafka escribió más clarito y dio más literatura e hijos genios.
Pero Kafka es un lied y Faulkner es concierto, aceptémoslo así. Al igual que Sto. Julio Cortázar es combo de jazz y Juan Ramón Jiménez melodía. Más o menos.
Sí, se me ocurrió comparar a los que mamaron de Faulkner con los Compson, y así pude sacar cuatro tipos de literatos faulknerianos:
-Los tontos, son los que abundan, y no diré nombres. No se les entiende nada, se les reconoce por eso, no dejan de gimplar en cada párrafo y dentro de su realidad hay tal confusión espacio temporal que hasta hay críticos que les hacen carantoñas.
-Los suicidas. Estos son brillantes, líricos, pero desafortunados. Los más literarios, quizá, los más auténticos. Amor prohibido y culpa, etcétera. Bellísimas expresiones, pero, ¿triunfan?
-Los de la mirada despiadada al mundo. Parte de la obra de Vargas-Llosa, al que tanto admiro, la incluiría aquí. La cólera, la violencia, la mirada sesgada, la incomprensión, la humanidad al fin y al cabo...
-Los que, como Caddy, se despreocupan de milongas y tangos y van a su propio beneficio, son los que triunfan, casándose con el mejor postor, hasta se venden. Quizá tengan que abandonar alguna ilusión, como hizo Caddy con su hija, algo que les trastornará siempre, pero triunfar, triunfan, que es lo que vende, y en estos tiempos, lo que no vende, no existe.

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