jueves, 13 de noviembre de 2008

Les vendanges de l'amour


Se dice, se comenta, se rumorea, que las francesas hablan como si estuvieran desnudas, y quizá canten como si en el acto del amor se hallaran, pero yo a Marie Laforet, la verdad, no me la imagino ni de tal guisa ni en tal acción, tal es la elegancia de su rostro y la majestad de sus ojos.
Recuerdo la primera noche que escuché esta canción, en su versión española, hará de esto más de cinco años.
Estaba yo comenzando a trabajar en un lugar que me cambiaría la vida, a mejor, aunque para ello tuve que morirme primero, dar una patada a todo aquello que me hacía infeliz. Estaba trabajando en las mismísimas cocinas de Pedro Botero, famoso por ser el más malo del mundo mundial, en cuyo caldero se cocinaban sobre todo niños. Pero yo aun no sabía donde me había metido. Si la madurez es esto, me dije cuando lo supe, prefiero vomitarla antes de que haga en mí algún efecto trastornador. Pero esta es otra historia que quizá cuente en otros lugares y a otras gentes, quien sabe.
Aquella noche habían robado en casa de un colega, y a otro y a mí nos dejó el coche para que lleváramos a su novia a casa. A la vuelta nos perdimos felizmente, porque nos metimos por barrios del norte bastante cucos, cerca de Ciudad Universitaria, y sin esperarlo nos vimos dentro de la Casa de Campo, donde las lumis tenían repartidas sus zonas según raza, origen, sexo y otras taxonomías. Ejercimos de curiosos sin pararnos, ya sabíamos la leyenda de que el que allí paraba podía ser víctima del ataque de las chicas cocodrilo, eso sí, pagando.
Ya en casa, me acosté, quizá me abrí una birra antes, no recuerdo, pero sí me acuerdo que por aquella época programaba la microcadena para que se apagara solita, y así hice. Escuchaba por entonces, para dormirme, una cadena donde emitían canciones de amor perdidas en las listas de éxitos de décadas anteriores, de esas que podían sonarte de algo, pero que nadie incluía en los recopilatorios para nostálgicos. Sí, estaba Kiss Fm, pero es que me cansaba tanto entonces como ahora.
Es una sensación extraña, despertarte en el primer duermevela sobrecogido por una canción que parece haber sido creada por un ángel para dormirte a tí.
Todo aquel al que le guste la música sabrá de qué hablo, la mente en ese momento no está ensuciada por los problemas del día, pero aun así el corazón necesita consuelo (porque el maldito corazón no puede ovlidar nunca ni el dolor ni la desdicha, aunque la cabeza lo haga), de pronto llega como un beso esa voz y esa melodía, un abrazo universal para tí, el universo entero se ha unido para ofrecerte ese instante de pura felicidad. Quien acaba de despertar está indefenso y desorientado, la música entonces hace de las suyas, sembrando algo en tí que no morirá jamás.
Me había pasado ya, desde niño. Pero ya de mayor recuerdo el So Long Marianne de Leonard Cohen:

Era como si recobrara algo muy hermoso por lo que merecía la pena vivir, no sabía qué, pero ese tesoro ahí queda, aún hoy.
Y recuerdo también el Romperás de Extremoduro, por una cinta que había puesto uno de mis hermanos, con el que compartía habitación:

¿Qué grupo era éste? ¿Cómo una guitarra tan simple podía embelesarme tanto? Y esa poesía desgarrada como la voz de Robe, con versos bien claros y muy, muy hermosos.
¡Pero ay, el día en que escuché el Y volvamos al amor, de aquella francesita!
Como si siempre hubiera estado ahí, y aun así volviera para quedarse siempre a pedir mi mano y no soltarla nunca. Un beso de algodón de azúcar, como si ya, desde niño, el mal de amores se hubiera abortado, y en la vida el amor fuese una continuidad natural como el pan nuestro de cada día.
Sí, ese pan por el que hay que trabajar con el sudor del inclemente sol del mediodía, pero que nadie duda que estará hoy en la mesa.

El Amor, como una sonrisa de muchacha de voz desnuda, que sorprende con su llegada aunque nunca se fue. Y que permanecerá por siempre.
Como el latir del corazón, que sólo se va con la vida, y a nadie le falta.
Que a nadie le falte.

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