domingo, 21 de marzo de 2010

Los libros del instituto


Cartas de amor a las Mama Chicho
Yo, que era el niñín más bueno del cole, el más pardillo, me encontraba en el bachillerato acusado por los dedos de todo quisqui, ¿quién ha hecho ésto? Se giraban hacia nosotros, los chicos que se sentaban al fondo del aula a la izquierda.
Tenía yo un amigo, compañero de putitre -éramos tres en realidad, pero uno de los tres se dedicaba a estudiar-, con el que compartía las peyas antes de clase de latín -donde sí pasaba lista aquel profesor estricto-. Nos pillábamos una litrona y nos sentábamos en algún banco de la barriada de Puerto Chico, junto al Parque Aluche. Mientras, coches patrulla de los municipales merodeaban junto a nuestra desvergüenza.
Luego íbamos a clase de Latín bien puestos, echándole el aliento etílico a las compis de delante, que extrañadas olisqueaban y murmuraban: huele a vino, huele a vino...
O eso, o nos sentábamos en la escalinata de la puerta de la sacristía de la iglesia más cercana, a escribirle cartas de amor a Patricia, una de las mama chicho. Luego las enviábamos a Tele Cinco, conocida por entonces como TeleTeta o TeleCulo. Nunca nos contestaron. Tampoco poníamos remitente. Las componíamos cigarrillo en mano, como dos bohemios actualizados, a principios de los noventa.

Primera lectura del Quijote
Como decía en el post de los libros de la escuela, siempre recibí con sumisión y sin queja los mandatos literarios de los profesores.
Hay que leer este libro, hay que hacer este comentario de texto, hay que hacer este trabajo.
Con mucho gusto, y si no me sabía la lección me la inventaba. Para hacer un comentario de texto no hacía falta saberse la teoría, bastaba con usar la imaginación. Recuerdo que hice uno sobre este soneto de Lorca que comenzaba así:

Ay voz secreta del amor oscuro
¡ay balido sin lanas! ¡ay herida!
¡ay aguja de hiel, camelia hundida!
¡ay corriente sin mar, ciudad sin muro!

Por eso, digo, la lectura del Quijote sólo me provocó goces sin fin. En fin.
Que aquel colega de litronas y cartas a las Mama Chicho un día me llega todo chulito y me dice: -yo ya voy por la página cientocuarenta del Quijote, ¿ah, sí? -me pico- Pues ahora te vas a giñar. Y al día siguiente ya estaba la carrera más igualada. Gané yo, claro, con un spring final de unas cien páginas de Quijote cada tarde. Él, el muy tarugo, no se llegó a terminar la obra cervantina.

La tumba de Larra
Es una pena que uno no pueda escoger, en esos años, a sus propios maestros. Yo, sin duda, habría elegido a un señor que presumía de ser escritor -había publicado unos cuantos libros, entre ellos vidas de santos-, al que apodaban el Boquerón, o el Gordo.
Un día, se llevó de excursión a la clase a ver la tumba de Mariano José de Larra, pues así se llamaba nuestro instituto. Según parece, declamando discurso o poesía, apasionado, cayó en la tumba abierta que había detrás suya. Qué cosas.

El profesor de Ciencias Naturales
Sin embargo sí tuve la suerte de tener a uno de esos profesores carismáticos que hacen de la clase un goce, sobre todo cuando se apartan de la maateria y del programa de estudios.
Una de las mejores clases de literatura que recuerdo nos la dio él, la tengo grabada en la memoria, tenía yo catorce años y cursaba primero de BUP.
Fue uno de los primeros días de clase, y como siempre, ni a él ni a nosotros nos apetecía aburrirnos.
-¿Qué libros os han mandado leer en Lengua?
-Trafalgar, de Galdós; Los Intereses Creados, de Benavente; Zalacaín el Aventurero, de Pío Baroja; El Tragaluz, de Buero Vallejo.
Libro a libro, nos fue desgranando los misterios y detalles de cada obra y autor.
Él tenía sangre vasca, por lo que nos relató de propina la historia de los Baroja.
A mí, de esos libros, me impresionó ante todo El Tragaluz, una gran obra del teatro de posguerra, en la que un hombre herido por la demencia se dedica a coleccionar fotos de gente cogiendo trenes, multitudes, y con una lupa engrandece los rostros y pregunta a los que con él viven:
-¿Quiién es este?
Este profesor de Ciencias Naturales sabía mucho de literatura, y más aún de cine. Bastaba que algún alumno, con pocas ganas colectivas de dar ciencias, le preguntaba si echaban algo interesante a la noche en la tele, para que este señor apartara el temario y nos analizara algún par de películas.
Un día nos dice:
-Esta noche hay un dilema, que no es tal para el que tenga vídeo. En la uno televisan Ser o no Ser, de Ernst Lubitsch, y en la 2, La Venganza de don Mendo, interpretada por el gran Sazatornil, en teatro, no en película.
Y nos deleitaba con su sabiduría, amando cada obra, narrándonos la trama de Ser o no Ser y recitándonos versos de Muñoz Seca.
Este maestro, además, presumía de tener un televisor aún en blanco y negro, porque el buen cine, según él, era siempre en blanco y negro.

El muchacho que se inventaba la vida de Jacinto Benavente
Es decir, yo. Cuando no sabía algo, me lo inventaba. Había que hacer un trabajo sobre Jacinto Benavente, y yo, a falta de bibliografía, me inventaba dichos que salieran por la boca de ese señor, para hacer relleno.
Luego la profesora, a la hora de dar las notas, me decia, tu caso es extraño, David, no hablas en clase, no participas, parece que estás siempre dormido, y luego me haces unos trabajos excepcionales.
Luego estaba aquel profesor de Literatura que decía, como no, que era incomprensible que le hubieran dado el nóbel a Echegaray, y que a Jacinto Benavente tenía un pase porque había escrito Los intereses creados, pero que un sólo verso de Juan Ramón Jiménez valía más que todo el teatro de Echegaray.
O aquel profesor que, mientras nosotros hacíamos comentarios de texto, leía Hijos de la Media Noche, de Salman Rushdie, de moda por entonces por sus polémicos Versículos Satánicos. Decía que no entendía cómo nos podía gustar Mecano, a él le gustaba Leonard Cohen.

Los libros del instituto
Los libros del instituto eran siempre buenos libros. Bien seleccionados por los buenos manuales.
Era la bondad de la literatura, en aquellos tiempos.
Leía una y otra vez los libros de teoría de Lázaro Carreter y de Tusón.
Luego había otro que leí por mi cuenta, lo recordábamos ayer tomando café, después de la comida: Introducción a la novela contemporánea, de Andrés Amorós, en Cátedra, uno de los libros más amenos de crítica literaria que haya leído.
Me gustó, lo he dicho, El tragaluz.
Me gustó El Árbol de la Cienca, de Baroja, me gustó tanto que lo releí.
De éste también, La Busca, con su relectura, y finalizado el instituto, leí la trilogía completa de La Lucha por la Vida.
Me gustaba la poesía de Celaya y Blas de Otero.
Me gustó, tan vanguardista y compleja, Tiempo de Silencio, de Martín Santos.
Había que leer un libro de ensayo, entre una lista de varios, y yo elegí, Desde la Ventana, de Carmen Martín Gaite.
Son tantos que ni me acurdo.
Luces de Bohemia, de Valle-Inclán, que también mereció relecturas.
San Manuel Bueno, Mártir, de Unamuno, al que he seguido leyendo, siempre.
Libros que no fueron elegidos para torturar al alumno, si no para que sus ojos miren, lean, las miserias y maravillas del mundo.

2 comentarios:

Hilvanes y Retales dijo...

a LOS 14 YA FUMABA USTED??? PARA QUE LUEGO DIGAN QUE SI SE FUMA EN LA ADOLESCENCIA UNO NO CRECE...

OTRA ETAPA MARIVOLLASA, LA ADOLESCENCIA...CON SUS PÉRDIDAS Y SUS PASOS HACIA LA MADUREZ, CUANTO HAN HECHO POR NOSOTROS TODOS ESOS LIBROS...PROBABLEMENTE NOS HAYAN SALVADO...YO ASÍ LO CREO.

SIN TODOS ESOS LIBROS QUE LEÍ EN EL BACHILLERATO, YO ME HABRÍA PERDIDO...

RECOGO EL LANCE...

HA SIDO UN PLACER, LEER SUS TRASTADAS ADOLESCENTES ENTRE PÁGINAS ILUSTRADAS

Príncipe de ArroyoLuche dijo...

¡A los diecisiete me fumé el primer cigarrillo! Antes hacía la tontería, no fumaba, y se reían de mí algunos porque no me tragaba el humo.
No sé qué libros mandan ahora, pero ayer mi sobrina de trece años me cuenta que están estudiando a Darío Fo, para representarle, ¡y eso ya es mucho! Ya me informaré más cuando vaya a casa de mi hermano, y cotillearé en sus libros de texto.