domingo, 14 de marzo de 2010

Los libros de la escuela.



Puede resultar atípico, pero siempre asumí con gusto las obligaciones escolares …, únicamente en lo que a lectura se refiere.
Nunca fui buen estudiante, pero siempre se me dio bien la Literatura, hasta el punto de ser admirable ante los ojos de los maestros. Llegué al extremo, en el bachillerato, de suspenderlo todo, menos Literatura, materia en la que no bajaba de notable.
Durante muchos años tuve el libro de Fernando Lázaro Carreter y Vicente Tusón como libro de cabecera.
Pero vayamos al principio, a la línea de salida. Este post constará de tres episodios, con la única publicidad de algún trailer de cine con el comentario correspondiente y de alguna reseña de algún libro.
Estos artículos, para más señas, son un encargo. Sin recargo.
Yo soy mozo bien mandado, la mar de obediente, oceánicamente abnegado.
En realidad, sólo el bachillerato merece episodio autónomo. Escuela y universidad, sin embargo, van extrañamente vinculadas, aunque el orden será cronológico, paso a paso.
Fue gracias a los estudios de Narratología y de Historia Medieval en la facultad de Humanidades cuando una tarde de un Sábado, como afectado por una extraña fiebre, volví a los viejos libros de cuentos que aún quedaban sobre las literas de mi alcoba. Entre ellos, ese mismo de los hermanos Grimm que podéis ver más abajo.
Acababa de ser herido por el flechazo neoplatónico de Arquetipo y Fábula en fecundo matrimonio sobre fertilísimo reino.




En la EGB, que yo recuerde, pocos libros nos obligaron a leer. Sí nos recomendaban que leyéramos, y que nos hiciésemos socios de las bibliotecas populares. Las lecturas eran en clase, en voz alta, en los libros de Senda en los que junto a una narración con personajes propios -recuerdo sobre todo a Roulotte y a Clavileño-, se ofrecían una buena selección de textos literarios, ahora recuerdo aquel poema lorquiano “el lagarto está llorando/ la lagarta está llorando”.
Así que tuvimos la ventaja de ser libres para buscarnos la vida de lectores en singular aventura.
Pero atengámonos a lo que es lectura de escuela, serían muchos episodios los que harían falta para narrar las tribulaciones enamoradas del niño lector que fui.
No nos mandaban leer tal libro, si no leer, tan sólo eso.
Es gracioso, era yo el que llevaba los libros a la escuela, a petición de los maestros.Un día doña Blasa -llamémosla así-, en segundo o tercero, me vio con un libro de la colección Cuentos Escogidos, de la editorial Susaeta, y me pidió que lo llevara al día siguiente para hacer el dictado. Se me olvidó, y me lo pidió para otro día. Sucedió que cuando yo lo llevaba, no había dictado, y cuando había dictado, se me olvidaba. Hasta que un día coincidimos, felizmente.
Algo parecido sucedió en cuarto, con el libro sobre sexualidad ¿De dónde venimos?, de Peter Mayle, de la editorial Montena. Este libro me lo regaló por un cumpleaños mi hermana, diez años mayor que yo.
Un libro claro, con graciosos dibujos de papás y mamás desnudos y regordetes. Ese libro lo llevaba a clase y circulaba de mano en mano. Eso, acompañadas de las lecciones de Don Fermín -llamémos así a este maestro-, hizo de nuestra preadolescencia un tiempo de información, como un clasicismo grecolatino, luminoso, que vino a ser derrotado pocos años después por la mojigatería de otros profesores, que o se saltaban la lección o nos mandaban a informarnos a las fuentes familiares, que a la vez nos indicaban la dirección del colegio para que ciertas cosas nos las enseñaran los docentes, que para eso les pagaban. Llamemos a este tiempo edad media o edad oscura.
En sexto, el profesor de Lengua y Literatura, don Damián -cuyo nombre es similar, pero no el mismo-, nos mandó crear una biblioteca que organizaríamos nosotros, con libros propios y sus respectivas fichas. Yo llevé ET, el extraterrestre, novela en que se basó la célebre película. Entre otros, el único que recuerdo pedir prestado, fue Tarzán de los Monos, de Edgar Rice Burroughs.
La biblioteca del colegio es tema aparte, una pena. Llegábamos allí, escogíamos de una lisa, dábamos el número, y nos daban otro de carácter distinto. Nunca olvidaré cómo pedí un Quijote ilustrado y me dieron un tratado de termodinámica eslavojaponesa, o algo así. Había compañeros que hasta lloraban, por no tener el libro solicitado. Hasta que se dieron cuenta de que era mejor que escogiéramos con nuestros ojos y cogiéramos con nuestras manos. Entonces volaban los tintines, asterix y mortadelos.
Sólo recuerdo un libro que leí por mandato o recomendación de doña Severina -su nombre también comenzaba por S-, en octavo de EGB: Miau, de don Benito Pérez Galdós.
Doña Severina, además de ser la única persona que me echara de clase alguna vez -por uno de mis ataques de hilaridad en la explicación de las oraciones recíprocas-, era también adorable cuando nos deleitaba con anécdotas y reseñas literarias. O cuando nos narraba las peripecias del conejo de sus hijos.
No solía moverse de la silla, y era seria, estricta y engolada, embutido su corpachón en una bata blanca. Pero cuando tocaba el momento de hablar de libros, en raras ocasiones, su carisma le convertía en un ángel, y la obligación de la lección era un refresco, un placer.
Está claro que era su pasión, qué duda cabe. No podía evitar contarnos la novela y contarnos el final, aunque fuéramos a leerla nosotros. Daba igual, el placer era mayor después de esa hora de la tarde.
Un año después, en primero de BUP, encontraría un profesor de pasión similar por los libros, pero no era profesor de Literatura, si no de Ciencias Naturales.
Pero de esto hablaremos en el próximo episodio.

5 comentarios:

Hilvanes y Retales dijo...

AY AY AY...QUE ILUSIÓN...LUEGO LEO Y RELEO EL POST...QUE AHORA NO PUEDO...JEJEJE...AY AY AY

Hilvanes y Retales dijo...

Qué recuerdos de aquellos años. Si los pudieramos tener grabados para recordar cada día...igual esto es una exageración. Pero qué nostalgia.

Yo voy a hacer otro post sobre la misma época.

ya tendrá noticias ...

Por cierto, ha olvidado hacer mención a las merendillas...jejeje...

El príncipe destronado dijo...

Esperaré animoso su post, Hilvanes, mientras que yo preparo otro similar sobre los libros del bachillerato.
Sobre las meriendas... No éramos en casa de merendar mucho, sí recuerdo los veranos con el pan con chocolate, o suizos con chocolate, o pan con aceite y azúcar.
Actualmente sí meriendo, pues en el trabajo como poco y temprano, así que después de una reparadora cabezadita me tomo dos cafeses con un bollito, o una magdalena -de tetilla-, o unas galletukis, hay días que me estiro conmigo mismo y me hago una tostá.
En casa, de niños, no éramos de merendar pues comíamos contundente y a la noche cenábamos opíparamente.
Aunque sí recuerdo los bollos del recreo. Aquellos tigretones, tronquitos, bonnis -¿se escribía así?- bucaneros, panteras rosas...
Fosquitos...
(regalos y pastelitos)
Aunque los bollos que más me gustaban eran los grandes que nos vendía la señá Carmen: cuernos, triángulos, palmeras, pepitos ...
Las palmeras eran y son mis bollos predilectos.
Sorprendentemente, treinta años después, la señá Carmen sigue viva, y con la misma carita de tierna abuela de antaño...
Lo dicho, a preparar el post bachilleratusbooks.

Hilvanes y Retales dijo...

Pues yo acabo de inventarme una tostada con dos medallones de rulo de cabra:

uno con mermelada de naranjas
otro con mermelada de vino

Manicomio dijo...

¡Mmmmh!
El rulo de cabra es una exquisitez. Cuando trabajaba, años ha, en un restaurant de la Gran Vía, había una tapa de rulo de cabra con lonchas de membrillo.
Pues la merme de naranjas la preparo yo todos los inviernos, antes amarga, pero a partir de este invierno tan frío la hago más dulzona, que el amargor ya lo pone esta dulce tentación al desenfreno desvarío.
Nos, agradeceríamos a vuesa merced la receta de la mermelada de vino, que aquí en Manicomio somos tan forofos tanto de lo uno como de lo otro.