miércoles, 10 de marzo de 2010

El mal de Portnoy, de Philip Roth



Si eres joven y eres rico
¿qué más quieres, Federico?
(Popular)

Nunca entendí muy bien eso del psicoanálisis, tú pagas a un tío, te tumbas en un diván y sueltas lo primero que se te viene a la cabeza.
En los skecht de humor vemos la parodia de un psicoanalista dormido, o yendo y viniendo sigilosamente tras el paciente, sin que este se dé cuenta.
Luego intento informarme en qué consiste el tratamiento, puesto que no sale nada, en las películas y los libros, sobre la manera en que el analista pueda encauzar tanto problema.
Cuando intento informarme, digo, vuelvo a leer lo de siempre, las teorías y métodos freudianos. Se supone que hay que dejar que el paciente raje, el doctor calla. Supongo que si me pusieran un diploma, aunque fuese falso, en la pared, me comprara una libreta en el chino de abajo, y con gesto adusto y amabilidad invitara a la confesión, me iba a forrar. Luego hay que poner cara de nada, no mostrar emoción alguna, para que el paciente no te identifique con un valor preconcebido.
Cada vez que intento comprender algo sobre psicoanálisis, termino leyendo algo sobre Jung, discípulo freudiano que dice cosas más sabrosas, lindezas para los oidos de este vuestro príncipe, que va en busca enamorada de los arquetipos.
Me siento como si me hubieran robado la segunda parte de la obra, ¿aún no está escrita? Justo termina con la voz del doctor, después de trescientas páginas de monólogo, dice el doctor una frase y ahí se acaba.
Quiero ser testigo de lo que el doctor tiene que decir al respecto.
Pero me parece que mi curiosidad no va a ser saciada.
Luego me acuerdo de Woody Allen, que tiene más de un parecido con Alex Portnoy: es de origen judío, norteamericano, y va al psicoanalista gastándose los dineros que podría ahorrarse en la mitad. Me invitáis a mí a unas cañas y abro las orejas que da gusto verme.
Esta novela es una pataleta.
Yo le veo, a Alexander Portnoy, como a un tipo afortunado, brillante y deseado.
Al psicoanalista sólo van los que se lo pueden permitir, los que tienen dinero. Creo que la seguridad social no cubre los gastos del diván. Para el pobre, supongo, no hay mejor analista que el camarero del bar de enfrente.
Antes los ricos tenían a los curas para contarles sus cositas, en el confesionario.
Hoy Ana Ozores, La Regenta, no sería una damita con accesos místicos, su diagnóstico sería la histeria y don Fermín de Pas su psicoanalista enamorado. Y atormentado.
¡Queremos una versión de las crónicas de Vetusta ya!
Lo que ocurre es que en el confesionario no se daban tantas comodidades, había que arrodillarse y luego andar descalza en procesión, para redención de los pecados. Aparte la vergüenza de las reprimendas del sacerdote.
En el psicoanalista te tumbas, y hablas de lo que te de la gana sin que te digan nada. Y, si la cosa funciona, lo mismo te curas y te liberas.
Yo, de mayor, quiero ir al psicoanalista. No me confieso desde que hice la primera comunión, tenía nueve añitos y el padre A. se ofreció a ayudarme a soltar la húmeda con preguntitas: venga, dí, ¿no miras con tus amiguitos revistas de mujeres desnudas?
Si hoy fuera al confesionario no sé con qué cara le diría al cura que tengo el síndrome de San Antonio, que las veo a diario desnudas por la calle.

La tentación de San Antonio. Eugenio Salvador Dalí.

La novela en cuestión es la historia de su vida contada por él mismo a su analista. Alexander Portnoy, de 33 años, que fue el alumno más aventajado y el niño de su mamá, que no necesita sueños porque se le realizan con una facilidad envidiable, no puede con el peso de la culpa y culpa a su mamá perfecta, a su papá estreñido y trabajador, a la comunidad judía en la diáspora a la que pertenece, a las muchachitas cristianas a las que se liga y que luego se quieren casar con él y él huye al psicoanalista.
Tiene momentos hilarantes, es una novela de la exageración, género que estimo más que otros. Sí, hablo de novelas naturalistas e increíbles, que van desde el Gargantúa de Rebelais al Mary Tribune de García Hortelano, pasando por El Quijote y las novelas de Bryce Echenique.
Me han gustado, además, las estampas de costumbres judías. Exotismos que uno aprecia, fisgón de cocinas soy.

¿Sueños? ¡Ojalá! Pero yo no necesito sueños, doctor, de ahí que rarísimamente sueñe; porque tengo mi vida, en cambio. ¡En mi caso, todo ocurre a plena luz! El pan nuestro de cada día, para mí, es lo descomunal y melodramático. Las coincidencias que se dan en los sueños, los símbolos, las situaciones espantosamente irrisorias, las trivialidades curiosamente siniestras, los accidentes y humillaciones, los golpes de suerte insólitamente bienvenidos, o las rachas de infortunio que otras personas experimentan con los ojos cerrados, todo eso, ¡yo lo tengo con los ojos de par en par!
Philip Roth, El mal de Portnoy, trad. de Ramón Buenaventura.


Las tentaciones de San Antonio Jan Wellens de Cock

4 comentarios:

Hilvanes y Retales dijo...

El lujo y el exceso de la sociedad occidental. A los habitantes del sáhara seguro que no se les ocurre ir al psicólogo...no tienen ni agua...qué lástima...cuanta injusticia...el ser humano es defecto y es dolor. Imperfección dentro de una máquina pluscuamperfecta...

Oscar Wilde dijo...

Dijo el divino Oscar Wilde, y sirva su sentencia para corroborar sus palabras, Hilvanes:
"Señor líbrame del dolor físico que del moral ya me encargo yo."

unas líneas apesadumbradas dijo...

pues no sabría que decir...que el moral pesa...y mucho...a mi me gustaría que me quitaran el que llevo en lo alto desde hace una hora y 20 minutos...ya le contaré...

Príncipe de ArroyoLuche dijo...

Cuente, cuénteme, que ansioso estoy por conocer los motivos y consecuencias de ese peso