Svevo, tendríamos que decir, todos somos contingentes, sólo tú eres necesario, citando así a nuestra loca y letraherida manera aquella frase memorable de la película Amanece que no es poco.
Italo Svevo, alumno aventajado de James Joyce, de tal mentor tal pupilo. Los dos se hicieron amigos, y estoy seguro, casi pondría la mano en el fuego, que cuando estos dos estaban solos eran dos frikis de entonces, hacían chistes muy malos, chistes a los que sólo ellos veían la gracia. Tal para cual. Juntos de la mano, se les ve por el jardín, etcétera.
Luego James alentaría al joven Italo, y así, quizá, fue como se convirtió en un clásico del siglo XX, o de la literatura de todos los tiempos. Las dos literaturas de este par de genios se parece en dos aspectos: son literaturas necesarias, un escalón más en el nivel de excelencia literaria; necesarias porque a partir de entonces hay un cambio, evolutivo o revolucionario, porque la literatura, después de este par de dos, ya no vuelve a ser la misma. El otro aspecto es que el plomo de los engranajes literarios pesa como tal, y quizá esto sea necesario. El motor de la literatura hace ruido, es molesto, suelta humo tóxico. Joyce y Svevo también se parecen en lo pesaditos que se ponen en sus chistecitos que sólo ellos entienden. Bueno, a Svevo le comprendemos más, pero también aburre lo suyo. Y sin embargo, lapicero en mano, subrayo con envidia los fragmentos en que expone su agudeza psicológica, su humor caústico, su soberbia creación de un personaje: Zeno.
Esta novela, La conciencia de Zeno, la he ido leyendo por partes. Trabajaba en el libro unos días, me piraba a Murakamiland de vacaciones. Trabajaba otro poco en esta conciencia del miserable Zeno, otro viaje de placer a Paulausterland. Y estamos en ver si ya lo termnio, lápiz en mano, subrayando y meditando.
Tengo amigos más leídos y exigentes que yo que han abandonado esta lectura a las pocas páginas: normal.
La gente abandona el Ulises a las pocas páginas: normal.
Aburren. Pero también fascinan, y por eso hay que seguir leyendo, con el masoquismo vicioso y autofágico que tenemos los enfermos de literaturitis crónica.
Hay deberes y hay placeres, y hay deberes placenteros.
Lo fácil es tirar a las letrinas estos libros y coger un Murakami, poner los ojos el cerebro en piloto automático y disfrutar el paisaje. Pero quizá Murakami sea contingente. O quizá no. Si Murakami no hubiera escrito un libro y se hubiera dedicado a cocinar misho, ¿se vería afectada la historia de la Literatura? Habrá que esperar unos decenios para saberlo. Torcuato Luca de Tena, que tanto vendió y que tan gratos momentos hizo pasar a los adolescentes -y no tan adolescentes- de los últimos decenios, no es un novelista que ocupe un lugar en los manuales.
Camilo José Cela, Miguel Delibes, Luis Martín-Santos ... Creo que no hay duda en que son necesarios, y que si no hubieran escrito sus libros habría un vacío importante.
Luis Martín-Santos, al igual que Joyce, necesita de una lectura activa, no te puedes despistar, no puedes dejar el piloto automático, tienes que estar alerta.
Y llega un momento en que disfrutas, leer así es sano, te olvidas de tí mismo, te implicas de tal manera en el texto que algo en tí también cambia. La percepción de las cosas, quizá, entiendes mejor la sintaxis de la vida, de tu propia vida. Leer a La conciencia de Zeno, por ejemplo, es leer parcelas oscuras de tí mismo.
Una vez oí a alguien decir que con Proust se leen cosas que todos hemos sentido y que no hemos sabido describir. Otra vez leí que Italo Svevo era como un Proust, pero más pequeño, menos prolífico.
Es cierto que en la lectura del libro de Svevo, si se hace atentamente, se descubre esta radiografía del alma. Y además se aprende literatura.
Svevo no es complejo, como Joyce, su prosa es sencilla. Su pesadez radica en la minuciosidad del pelma que te cuenta un chiste. De la manera más inteligente. Svevo era un guasón que sabía lo que hacía: Literatura. De la pesada. Otro peldaño más, otro piso bien armado que no cae con cualquier soplo del viento de los siglos.
Así el cuento de los tres cerditos, Joyce y Svevo son los cerdos que hacen la casa de ladrilllo.
Cuando el lobo, sicario del tamiz de los años, venga a soplar tu casa.
Un post similar hice anteriormente: Literatura de evasión versus literatura de invasión (link).
Svevo es invasivo en la manera en que descubres lo miserable que eres, que es el prójimo, tan normal.
Escrita como una memoria a un psicoanalista, La conciencia de Zeno es la conciencia sobre el papel de un pulilanime cualquiera, un hombre civilizado de hoy en día, y al señalar abarco desde mi propia vanidad al egoista de enfrente al altanero de más allá. A nadie le importa la conciencia de nadie.
Italo Svevo, como Joyce, seguro que no se autocensuró en la elaboración de su obra, y eso provocó, esa ausencia de vergüenza, que subiera otro escalón más.
Para hacer una gran obra -leed a los clásicos en su contexto- hay que ahorrarse la vergüenza, y ser generoso en ladrillos. Y que luego vengan y te llamen aburrido: pero eres alguien en los manuales, y la crítica te señala como pieza insustituible. Nadie puede hacerlo como tú, eres único, pese a todas esas miserias que te llenan por dentro, y que has sabido reflejar en tu casa de tinta, abierta a todos. Que sepan que nunca va a ser derruida.
En el próximo post seguiremos hablando sobre le mismo tema, una vez terminada este libro.
Y meteremos a Mozart y a Bolaño, a los akabaos y sus nuevas recomendaciones literarias. En mis manos está, La Higuera, de Ramiro Pinilla.
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