lunes, 5 de abril de 2010
Después de Despeñaperros
A la ida en coche, a la vuelta en autobús, pasé por Despeñaperros; maravillados los ojos por la magia, el vértigo, el peligro, la belleza y el misterio.
Pudiera significar un tránsito, o una frontera, pero dejémoslo en el pudiera, sin objetar ni opinar, ni tan siquiera pensar.
Claro que no es la primera vez que paso por Despeñaperros, el año anterior por ejemplo, hicimos el mismo recorrido.
Hay algo magnético, como de cuadro de Friedrich.
(Ya está este plasta con Friedrich)
Los Naranjos
La primera vez que estuve en Sevilla, hace casi diez años, me fascinaron los naranjos, como mitológicos árboles de ofrendas.
Este año el aire era rendido al aroma a azahar. A mí me recordaba al pan y quesillo de mi infancia, esas florecillas de ciertos árboles que nos comíamos, como si fuésemos inocentes animales edénicos.
(Ya estamos otra vez con la inocencia edénica)
La pena de muerte
Mirando los pasos, entre el gentío, junto al río Guadalquivir, y viendo a capuchinos, nazarenos, y trabajos forzados de costaleros, le contamos a mi primo -que es mejicano y vive en Sevilla-, en qué consistía el castizo garrote vil -escuchen la canción de Krahe-.
Luego nos sentamos a beber cervezas al sol de la tarde en la calle Betis, en el barrio de Triana. Yo, como siempre, estaba atrapado por mis pensamientos, hablaba poco y miraba mucho. Tan sólo hablé un ratillo con mi primo sobre Borges y Bioy Casares, extraña pareja, y me recordó aquel cuento del lúcido ciego en el que Judas es el verdadero salvador de los cristianos.
Luego yo le recomendé La invención de Morel.
(Qué pesadito, con La invención de Morel).
La camarera
Esa tapa de garbanzos con bacalao, el Viernes Santo, me supo a beso.
Me la sirvió una sevillana guapísima, de habla suave y melodioso, de generoso y holgado escote, de mirar o serio o triste, melena larga y sonrisa elegante. Tenía algo de las mujeres morenas que pintara Julio Romero de Torres. Inevitablemente me enamoré de ella.
-David siempre se enamora de alguien allá donde vamos -le dijo mi siempre estupefacto primo al amigo que vino conmigo a visitarle, matemático como él-.
El diablo cojuelo
Entre otras cosas, yo tenía el anhelo de los saltos en el tiempo, e intentaba imaginar como sería la ciudad, y el camino a la ciudad, hace un siglo.
No habría bares de carretera donde comprar una pepsi y estirar las piernas, si no ventas donde beber vino y pasar la noche.
Ayudaba a mi imaginación las páginas leídas no hace mucho de El Diablo Cojuelo, que sucede entre Madrid y Sevilla, y que va entre la sátira, la alegoría, la guía turística y el peloteo más vergonzante. Así escribían antes, dedicando a duques y condes poemas y dramas, comedias y novelas. En la Divina Comedia, obra de la que El Diablo Cojuelo es deudora, hay más mala leche, porque además del peloteo está la hoguera de los nueve círculos del infierno a donde van todos aquellos que le caían mal al divino Dante.
Bueno, y en el último círculo estaban Judas y Bruto, que era demócrata.
A mí, la verdad, me cae mal muy poca gente, pero el peloteo tampoco es mi deporte.
(Ya estamos, que no te gusta mojarte.
-Sólo en litros de cerveza o cántaros de vino, según el tiempo de mi imaginación)
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4 comentarios:
Ese cuadro lo tenía la madre de una amiga de la infancia colgado en casa. Encima de la máquina de coser. Yo la miraba y remiraba siempre con cierta admiración y perplejidad. Como ciertos acontecimientos de la naturaleza tan perfectos, como la salida del sol, los naranjos, los almendros, las estaciones...
La primera vez que ví esta pintura fue en un bar gallego.
El tratamiento de la mirada hace que parezca que la muchacha está viva.
Es la magia del arte, cuando el crador hace que lo que realiza cobre vida.
Olvidé decir antes, al hilo de lo que Usted dice sobre la mirada, que la mujer me parecía más que triste, que algo había que no le gsutaba. Al principio pensé que no le gustaba estar posando. Pero conforme la edad iba transcurriendo empecé a pensar en ese hombro descubierto y esa mirada que no terminaba de gustarme: El hombro me parecía que la mujer no estaba agusto con la vida, consigo misma, con la vida que le había tocado vivir, y su mirada me transmitía que no hacía nada para cambiarlo.
La niñez ... paraiso...
Todo esto me trae el recuerdo de lo que dijo en verso el sabio Antonio Machado:
"El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve"
Cierto es lo que usted dice, y yo al mirarlo por vez primera llegué a conclusiones similares, aunque algo en el interior de aquel que mira queda reflejado en la mirada del otro.
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