jueves, 23 de abril de 2009

El misterio del lector

(pido perdon por el mal uso de la tilde en este texto, sigue sin funcionarme, y el corrector de blogger no lo alcanza todo, el pobre)



(Es una pena, no he podido encontrar la canción completa, parece mentira que uno de los temas más conocidos de las vainica no esté en la red.)
En este día tan señero me encuentro leyendo varios libros, como sucede siempre, desde hace lustros. Entre ellos están El Lector, de Schlink, y El Cuento de Nunca Acabar, de la más grande novelista española que pariera el siglo XX -que yo haya leído, vamos-, doña Carmen Martín Gaite.
Hay algo que me atormenta, y es que no recuerdo los libros que estaba leyendo hace un año, sé que tal día como hoy leí el Rey Lear, pero... ¿cuáles ocupaban mi mesilla de noche?
Sin embargo sí recuerdo que hace dos años estaba leyendo Sobre la Belleza, de Zadie Smith, y La Primavera Romana de la señora Stone, de Tenesse Williams.
Y que hace tres primaveras me instruía con Conversación en la Catedral, de Vargas-Llosa, y me hechizaba con El Libro de las Ilusiones, de Paul Auster, ilusiones gemelas a las mías.
Pero quería hablar sobre todo de la belleza concentrada y tranquila de los lectores, misterio que exhalan y que yo mismo exhalo.
Hay algo que me gusta casi más que leer en el metro, en el tren o en el autobús: mirar lectores. Da igual su sexo o su edad, hay algo inefable en la boca y el gesto, un atractivo que quizá no posea en otra actividad. Hasta los feos se vuelven apuestos con un libro en las manos.

Yo, por ejemplo, tengo varias curiosidades que contar sobre el tema en lo que a mi atañe. Se que gusto mas, que atraigo mas leyendo -no haciendo que leo, ahí se acaba el sexapeal- que de otra manera. Sucede que me vuelvo de miel y atraigo miradas como moscas. Miro de reojo y lo confirmo. No es presunción, es un hecho común, que no solo a mi me pasa, y quizá algún día lo cuente.

Pasa lo mismo cuando escribo, un día en el autobús una fresca, aprovechándose de mi estado poseído por la musa, se me acerco tanto -estando el autobús semivacio- que yo creí que quería alzarse para darme un beso, tanta era la curiosidad que mostraba por mi rostro. O ese día en la cafetería de la facultad de Humanidades, que estaba yo derrochando ingenio en el papel, de pronto alzo la cabeza y me encuentro el rostro bello de x mirándome ensimismada.
Quizá en mi sea normal, en otra actividad como la conversacion pierdo atractivo. Tengo tics, tartamudeo algo, soy nervioso en exceso, hablo muy rápido. De niño, una vecina en el pueblo donde veraneaba mi familia me puso el sobrenombre de Claudio, por el emperador romano tartamudo y con tics. Como relata Robert Graves:

Yo, Tiberio Druso Neo Germánico y tal cual, porque no pienso molestarles con todos mis títulos, que otrora, no hace mucho, fui conocido por mis parientes, amigos y colaboradores como Claudio el Idiota, o Ese Claudio, o Claudio el Tartamudo, o Clau-Clau-Claudio, o cuando mucho, como El pobre tío Claudio, voy a escribir ahora esta extraña historia de mi vida
.

Calladito y seriote, concentrado, molo mas, luego lo dejo y cual quijano soy mas loco que otra cosa.
Si, Don Quijote no hizo mas que meterse en problemas cuando dejo de leer, buscando dulcineas y aventuras.
Lo que es yo, hoy he encontrado dos dulcineas, y bien guapas:

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