martes, 20 de abril de 2010

Tatami, de Alberto Olmos

Yo ya no voy a las bibliotecas porque hay un cabrón que arrasa con todo.
Un akabao

Las bibliotecas
Ese cabrón era yo, lo dijo de mí aquel amigo al enumerar la de libros que uno podía adquirir gratuítamente gracias a los expurgos.
Durante un tiempo colaboré con una ONG clasificando libros para mandarlos allende los mares. A veces, cuando a la jefa le daba la gana, nos mandaba a los voluntariosos voluntarios a la calle a descuartizar libros para luego tirarlos.
-Es que si no la gente los coge y los vende en el rastro.
Así nos pasaba, que nos veíamos rodeados por airados jubilatas que nos amonestaban por nuestra desvergüenza. Razón no les faltaba.
Aprovechando la tarde soleada, después de un año, ayer volví a la biblioteca popular Antonio Mingote, en el barrio de las Águilas, tan pegadito a Aluche que los vecinos suelen presumir que son de Aluche. Razón por la que yo también podría considerarme inglés, ¿no está Gibraltar pegadita a nuestra España? Un anglocabrón cañí, medio macarra.
En Aluche, propiamente dicha, sólo hay una biblioteca: la de Fernando de los Ríos. Pero sus fondos son más bien escasos, el presupuesto no llega, uno siente cierta desolación soviética y espuria, desangelada. No hay nada de Cirlot: imperdonable. Mientras, en la de Antonio Mingote tienen bastante, ensayo y poesía.
Vuelvo a tomar esa antología descatalogada, la necesito para publicar en otro blog ese poema tan bello que me hizo estremecer, lagrimear, el único poema que ha conseguido lo segundo y uno de los pocos que provocó lo primero.
Tengo cosas de Umbral sin leer en casa, pero el capricho me inclina a su bien nutrido estante. El Giocondo, que según parece es de noches crapulosas, y según dicen es de lo mejorcito, cuando lo mejorcito en él es cualquier cosa. Ya sabéis lo que opino: no debe haber primavera sin lectura de este lírico, Umbral es lectura para la primavera.
Tampoco hay nada en la de Fernando de los Ríos de Alberto Olmos, y eso que según profetiza en su blog, Hikikomori, morirá en su domicilio en la calle Seseña, y eso está en Aluche. Algo parecido pronosticó Vallejo, César Vallejo, sobre sí mismo, en uno de sus poemas más célebres. "Me moriré en Abril con aguacero...", etcétera.
En la de Antonio Mingote están casi todas sus novelas, y yo, aquejado del capital pecado de pereza, tomo la más cortita: Tatami.
De Marcel Schwob no está el libro que busco, y de Roberto Calasso ni La locura que viene de las ninfas -mi locura, con máscara de vulnerabilidad y alma invencible-, ni La Literatura y los dioses, lecturas que un día serán provechosas y edificantes para este muchachito en edad de merecer y aprendizaje.

El hombre que mira


El hombre que mira tiene el secreto de la vida, o quiere hacerse con el secreto de la vida. Algo así se decía en L'uomo che guarda Tinto Brass, el mejor director de cine erótico de todos los tiempos, con películas tan difíciles como Calígula y Salón Kitty, y tan frescas como Los Burdeles de Paprika.
Tatami trata de eso, de un mirón, un voyeur, un tipo que pasa las horas al acecho, espiando a una japonesita vecina suya, allá por donde el sol dicen que nace.
El prota se lo cuenta a la narradora, una candorosa licenciada en hispánicas, compañera de viaje a su pesar, pero no tanto...
La novela se lee rápido y bien, no es el pornógrafo Houellebecq rayando -casi- las páginas del hastío. Escribiéndo Tatami, Alberto Olmos debió disfrutar una barbaridad, eso se nota, lo digo siempre, hay algo como empático en el escritor que transmite su festival orgiástico y literario. Aparte, algunos lectores somos como vampiros, draculines sin complejos ni medida: desmesurados y con muy poca vergüenza. El lector es el hombre que mira, la lectora es la mujer que mira, voyeurs de lúbricos colmillos en la sonrisa del iris. Y en el alma un cierto aire a desvergüenza.
El protagonista, Luis, es un tipo peculiar, a uno le queda la duda de si no se estará recochineando de la inocente Olga, que termina jugando al juego marcado por el pelma que le ha tocado como compi en el avión.
Podría seguir comentando: diálogos fluídos, ironías, lirismos, líneas de melancolía ... Pero pongámonos bucólicos.
Aunque antes del colofón, de la guinda de mi pastora...
Al igual que cuando paseo con alguna damisela por la calle Mayor, que le digo al pararnos en la Plaza de la Villa...
-Aquí vive Javier Marías.
... y nos quedamos mirando con embeleso admirativo cualquier ventana donde lo mismo está cualquier fontanero jugando a fontaneros; a partir de mañana haré lo mismo al pasar por la calle Seseña, tras la que las montañas de Gredos se divisan con la voluptuosidad con que se adivinan las tetas de Olga, la prota, para alimentar la imaginación de los mirones.

La mirona

Y mironas.
Pongámonos bucólicos y nemorosos, penando de amor y desconsuelo, como si de una novela pastoril o égloga se tratara, pero en urbe.



Pastora - Mirona
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2 comentarios:

hilvanes dijo...

A pesar de su extraordinario post, no tengo curiosidad por Alberto Olmos, su "otro blog" me hace que pierda interés por el autor ... a pesar de que sea o pueda ser extradordinario...pero tiempo al tiempo ... hay quien se pierde a Jardiel porque supuestamente era franquista...

Príncipe de ArroyoLuche dijo...

Se pasa un buen rato leyendo Tatami, su lectura no ocupa ni media tarde.
A mí tampoco me suele confundir la leyenda del autor -el caso de Jardiel- y su fama buena o mala con su obra.
De Umbral decían algunos que era mala persona. Y que Antonio Machado era un buen hombre. Los dos se parecen en algo: tenían un talento inconmensurable.
Yo, cuando en el trabajo recibo al de la fruta o al de la carne, me vale con que me traiga buen género, y que sea simpático es algo que se agradece en un oficio donde el trato con los que te sirven y a los que tú sirves puede crear tensiones. Eso es como la portada de un libro. Luego, lo que hagan con su ideología y su vida privada me es ajeno, no me toca, por lo tanto no me importa.
Azorín, posiblemente, fuera en su día un abnegado padre de familia, pero sin embargo leerle me aburre.
Heidegger, ¿no es tachado de nazi? Sin embargo su filosofía existencial fue faro y guía para filósofos posteriores de ideología distinta, y su lado poético, que lo tenía, fue estimado por gente como Umbral, que era de izquierdas.
Un ser de lejanías, por ejemplo, es expresión heideggeriana.
¡no sé de qué me sale este rollo macabeo! Je, je, je...
Me piro al cine a ponerme unas gafas para adentrarme en un país de maravillas. Mañana hablaré de ello.
Saludos, Hilvanes, y gracias.