Dicen los gurús de la nueva era que el dinero no ha de quedarse estancado, que sólo su flujo enriquece a su propietario. Así es como se enriquecen las naciones. Quien invierte, progresa, quien conserva, se pudre.
Hay teorías sobre ello, yo recuerdo la de Max Weber, ¿por qué las regiones del norte de Europa, protestantes, son más prósperas que las regiones del sur, católicas?
Una vocación religiosa por el trabajo, pero Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero, no quiere ricos en su reino, no quiere espíritus con demasiadas cargas naturales. Entonces el dinero que se gana y no se ahorra ha de ser invertido.
Pero hablaré de otro flujo, y es un cuento con el que me deleito en el libre arte de imaginar. Yo voy al estanco y el estanquero me devuelve un euro.
Ensimismado, camino, pensando en quien ha podido tener en sus manos la moneda, y si quizá lo tuviste tú, unos instantes, en tus manos.
O que la moneda que yo suelto llegará a tí, con ese beso del tacto de mis dedos.
El vino que pagué yo,
con aquel euro italiano
que había estado en un vagón
antes de estar en mi mano,
y antes de eso en Torino,
y antes de Torino, en Prato,
donde hicieron mi zapato
sobre el que caería el vino.
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