miércoles, 16 de noviembre de 2011

Una lectora nada común, de Alan Bennett

Alan Bennett, porque también nos gusta el humor inglés
de té con  nube de mala leche
Como ya avisé en el anterior post, hoy vamos a hablar de la reina de Inglaterra, que para algo uno es un príncipe y de cuando en cuando gusta de pasearse por entre la Realeza. No todo va a ser maleza, que es por donde me paseo siempre para perderme por ese dicho que hago mío de que para encontrarse a uno mismo primero hay que perderse.
Sin embargo, por mucha Realeza que tenga, esta novelita, más que una semblanza o un retal biográfico, es una ficción, una fábula amable que presenta un supuesto, una ilusión, una posibilidad.

El intríngulis

A la reina, un día de paseo por los jardines de palacio, se le escapan los perros, que entran ladrando en la biblioteca ambulante que va a palacio una vez por semana y aparca en la puerta de una de las cocinas. La reina ni lo sabía, la reina tiene a su disposición algunas bibliotecas que sirven más que para la lectura, para reuniones y otros menesteres reales.
Ya que ha entrado en busca de sus caninos lacayos enfurecidos, decide cortésmente llevarse un libro, por cumplir. Allí está uno de los pinches de cocina del palacio, un pelirrojo gay que está dispuesto a llevarse en préstamo un libro de fotografía con hombres desnudos.
A partir de entonces se desencadenan una serie de peripecias causadas por el enfrentamiento del  gusto recién adquirido por los libros de la reina con la antipatía que parecen tenerle a la lectura todos los que la rodean, desde su antipático secretario personal hasta el primer ministro. La misma noche del día en que descubre la biblioteca ambulante:
-Tenemos una biblioteca ambulante -le dijo aquella noche la reina a su marido-. Viene todos los miércoles.
-Estupendo. Los prodigios no cesan.
La misma camaradería que surge entre la reina y el pinche gay -que por cierto, sólo lee literatura escrita por gayers- no gusta en palacio, el muchacho es ascendido a paje para estar más cerca de Su Majestad, sentado en una mesita todo el día en un pasillo junto al despacho de la monarca sin otra cosa que hacer que leer y asesorarla e intercambiar opiniones y darse a pequeños retos, como la lectura de la obra magna de Proust en unas vacaciones.
No faltan los villanos, consejeros y secretarios, que harán todo lo imposible por quitarle el vicio a la reina.

El meollo
Poco antes de cumplir los 80, se da cuenta del tiempo perdido y se nos hace voraz. La República -así llamará la monarca este mundo conquistado- es un ámbito de igualdad, donde ella no es más que nadie, donde puede adentrarse sin ser vista, sin todas esas obligaciones y deberes, protocolos y cortesías. Como una niña, quiere transmitir su recién adquirida nueva alegría a todo aquel que la saluda, tanto si se reune con mandatarios -el premiere francés prefiere no opinar sobre Genet pero estará encantado de departir sobre Proust- como si va a inaugurar ante el pueblo. A todos preguntará qué lee, y hará saber lo que ella lee. Y subraya, y anota. Se hace socia de bibliotecas -o ya lo era, pues la principal patrona de la biblioteca londinense es ella-, merodea buscando las bibliotecas propias, pide prestados libros, libros regala. Conoce a Alice Munro. Autores que al principio de la novela no le entran bien, ahora después de una temporada como lectora de oficio, le entran demasiado bien y les entiende, como en el caso de Henry James. Ha conocido durante su vida a muchos escritores, y ahora se apena de no haber sido lectora entonces. Entonces prepara una cena para escritores a los que Norman -el pinche que ahora es paje- y ella admiran: un desastre, se siente como aislada. Se da cuenta que es mejor leer que conocer a los autores. Ella misma decide para el pánico de todos escribir sus memorias, pero no como hace todo famoso, si no como si fuera una nueva Proust -aunque le parezca una guarrería eso de mezclar el bizcocho en el té-.
El atractivo, pensó, estaba en la indeferencia: había algo inaplazable en la literatura. A los libros no les importaba quién los leía o si alguien los leía o no. Todos los lectores eran iguales, ella incluida.La literatura, pensó, es una mancomunidad, las letras, una república. (...) Sólo ahora comprendía su significado - república-. Los libros no se sometían (...)

Humor inglés
El lector se llega a identificar con el personaje. Yo, como lector, me he identificado.
¿Qué me ha llevado a leer esta novela?
Anteayer, buscando un libro de relatos de Felisberto Hernández, y no dando con él, me encontré en la estantería de exposición en la biblioteca más cercana a mi casa, esta novela, cuyas reseñas leí en su día en los suplementos culturales, pareciéndome atractiva la trama, más teniendo en cuenta que es novela inglesa de humor.
¿Ha cumplido su finalidad?
Cierto es. Té e ironía y una sutil mala leche en la nube de este té.
Un cierto humor negro, clásico de la isla, en una deliciosa tarde en un jardín inglés. Todos los personajes, menos los dos principales -la reina y el pinche gay-, son caricaturescos, desde el duque hasta el primer ministro. El duque por lo menos es un guasón.
Uno se reencuentra  felizmente con el humor aquél de los Roper y de los Monty Python -sin llegar a su irreverencia, aunque a veces ...-.
A la reina, en una de sus reuniones semanales con el primer ministro, le da por prestarle algunos libros. Así que el villano consejero especial -de suponemos Tony Blair- llama enfurecido al secretario personal de la reina:
Al final Sir Kevin recibió una llamada del consejero especial.
-Su jefa le ha hecho pasar un mal rato a mi jefe.
-¿Sí?
-Sí. Le ha dado libros para leer. Es improcedente.
-A Su Majestad le gusta leer.
-A mí me gusta que me chupen la polla. Pero a mi jefe no le obligo a chupármela. ¿Se le ocurre algo, Kevin?

Método caótico e intuitivo
Uno busca este tipo de libros, fascinado por la historia lectora de cada lectora, y de cada lector.
Así adquirí hace un par de semanas donde los Tipos Infames el libro de Jesús Marchamalo Donde se guardan los libros, que es una recopilación de los amados artículos sobre bibliotecas que publicara hace años en el ABCD y que yo esperaba y leía con la fruición de una reina inglesa en fábula. Como es relectura -aunque felizmente vienen viejas bibliotecas en nuevos artículos- ya lo comentaré más adelante, cotilleándote qué joyas guardan Luis Alberto de Cuenca y Andrés Trapiello. Me volví a encontrar, en la biblioteca de Juan Manuel de Prada, con el nombre de Felisberto Hernández, que buenos blogueros proclaman como uno de los mejores narradores de relatos fabulosos. Ayer me dí un paseo largo hasta otra biblioteca, la Antonio Mingote, y encontré Nadie encendía las lámparas, que ya comencé hoy a leer, dejándome una impresión de reconocimiento, de un modo de narrar y percibir las cosas como a uno le gusta: una Literatura. Buscaba otro en concreto, Las Hortensias, que buscaré en otras bibliotecas, cercanas o lejanas, o que compraré en una antología más completa, por este afán de posesión y de buscar lo completo que tiene alguien como yo que no lo es.
Yo, como ya me conoces, soy muy desastre en mucho, y como lector no lo soy menos, al igual que la reina de esta fábula no tengo un método de lectura, muchas veces lo intenté y me salí por peteneras a aires más frescos y anárquicos. El método de la reina es el mío: un libro lleva a otro libro, una lectura a otra lectura, un simple comentario, una reseña, una intuición -que nunca fallan estas, mecachis-, o un porque sí.
¿Y por qué no?
Ya sabes mi lema: buscar, encontrar, amar, por lo que en el próximo post te ofreceré aquella canción que faltaba como sueño y ausencia.

YSEQA

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