martes, 31 de agosto de 2010

La familia Savages



Este Viernes pasado me perdí el partido en el que mi atlético rubricó su actual estatus como mejor equipo europeo. Estuve en la filmoteca, con el miembro menos futbolero del Antideportivo de Akabafis, que con su sensatez habitual, al finalizar la peli, me estuvo deconstruyendo el gusto por el fútbol del hombre masa. Yo le llevé la contraria, claro, un hombre ha de tener pasiones insensatas, incongruentes manías, costumbres incoherentes, absurdas perversiones. Son la sal de la vida, y si uno no le llama cabrónmaricojonetajiliputariano al árbitro, ¿a quién se lo llama, al jefe? El pegar berridos en el campo o frente al televisor es una válvula de escape tan válida como la de sudar haciendo footing. Y se suda menos. Y el corazón se agita igual. Y uno se queda, finalizado el acto deportivo, suave como la seda.
Aunque en los últimos tiempos el fútbol se está intelectualizando, artistas e idealistas escritores de todos los bandos van tomando posturas, escriben cuentos y hacen selecciones y los publican, que si Serrat con el Barça, que si el joven Marías con el Real Madrid, Sabina con el Atlético... Dime quien te canta y te diré quien eres, la diferencia entre el Atlético y el Real Madrid es que a uno le canta Sabina y a otro Plácido Domingo, y yo me estremezco más con la voz cascada de Joaquín que con el virtuosismo de un tenor, al igual que no cambio el Love Street de los Doors por cien arias de ópera. Pero bueno, no mezclemos los churros de San Ginés con las Meninas de Velázquez.
Que aquí hemos venido a hablar de cine, de actores, que esta es una bitácora de alta cultura. O sea. Que por algo aquí el menda se está leyendo el Ulises, aunque tarde cuatro años, dos meses y tres semanas. Lo que cuenta al final es lo que se farda y lo que mola uno leyendo un libro, cuanto más prestigioso más guay.
Este Viernes la gente en la filmoteca molaba mazo, lo bueno de los cines Doré es que uno puede ir solo, vestido hecho un guiñapo, y con vetustos libros bajo el brazo. Allí los más raros son los que van en pareja, en grupo, perfumados. Observé que pese a ser la sesión de las diez había mucho solitario, y que todo solitario se encontraba menos solo con un libro. Delante de mí había un hippie con el suyo, y puede ver el atractivo de sus páginas, capítulos cortos con título, como aquellos libros de nuestra juventud, en los que Julio Verne, por ejemplo, te resumía en cada entrada lo que venía a continuación, como en Cinco semanas en globo.
Con La familia Savages queda inaugurado el año en curso, el Otoño es la estación de ir al cine, hay que ir preparándose, este verano me he estado perdiendo más de una joya, a buen seguro.
Caerán las hojas caducas como secuencias de una película ante tus ojos, te olvidarás del mundo y de tí, por hora y media. Mientras que la gente, allá fuera, seguirá engordando o haciendo la dieta del amargo pepino, estresándose, matando, dirigiendo una empresa, corrigiendo un informe, ¿por qué corres, Forrest Gump? El síndrome de Forrest Gump, ese es el signo de estos tiempos, correr para nada.
Con La familia Savages, decía, queda inaugurada la nueva temporada:



Es una película soberbia por su fidelidad de fondo a la realidad.
Podríamos decir que es tragicómica, por la sazón del humor negro y sucio. Tiene sus golpes.
Es, en su trasfondo, desoladora, el gusto que deja es amargo. Los golpes de desolación son aún mayores.
Está el padre, que queda a disposición de los hijos. La hija quiere llevarle a una residencia de pago, el hijo a un asilo estatal. El padre no debió portarse muy bien con sus retoños.
Si hubiera sido una película convencional al uso, habría habido abrazos y perdones, recuerdos y lágrimas. Pero nones, Nines, aquí se restriegan los trapos sucios y predominan las risas, aunque al final uno se pregunta de qué se está riendo, si al padre se le acaban de caer los pantalones en el avión y está enseñando los pañales a todos los pasajeros.
La hija es la cariñosa, la soñadora, escapa de la realidad, que es en mi opinión la mejor manera de enfrentarse a ella, porque la realidad siempre es más fuerte que uno y sólo escurriendo el bulto, o girando desprevenidamente, uno puede salir airoso. La chica, digo, es la más pragmática, al fin y al cabo.
El hijo, pese a todo, llora a escondidas en el cuarto de baño. Es doctor en filosofía, está especializado en teatro crítico, y está escribiendo un libro sobre Bertlolt Brecht. Se las da de realista, y sufre en silencio sus realidades, pues estas son como las hemorroides. A todo aplica el método marxista y crítico, no puede escapar a su realidad de intelectual que todo los aprendió de los libros, cuando realidades hay miríadas, no es la misma realidad la de Paquirrín o Falete que la un minero chileno o un militar español en Afganistán. Ninguno de ellos, ni de nosotros, ve más allá de su palmo de narices. Tampoco está permitido ver más allá, si escapas de tu burbuja de fantasía te encuentras sólo como este tipo interpretado por Philip Seymour Hoffman, cuando intentas hacer comprender a los demás esa realidad que crees universal pero es tu realidad, tan sólo, terminas llorando en el cuarto de baño.

¡Oh, Philip Seymour Hoffman! ¿No es él el mejor actor de estos días?
Lo mismo encarna a Truman Capote en Capote que a un miserable en Antes de que el diablo sepa que has muerto. Suponemos que el buen actor es el que interpreta cualquier papel, y que todo aquel personaje que da vida es creíble. Se oculta en el personaje, para darle vida, no hace de sí mismo. Es el actor camaleón. Claro que hay actores buenos que hacen de sí mismos, pero son de otra raza. No son actores, son artistas de sí mismos. Pasa como con los escritores, están los que te escriben de cualquier tema y lo hacen bien, ocultándose tras la voz del narrador, haciendo malabarismos con la realidad que intentan expresar, como por ejemplo Vargas-Llosa; y luego están los que como Francisco Umbral siempre hacen el mismo papel, él mismo, así como Bogart, o Woody Allen, por hablar de dos actores muy diferentes pero de la misma raza.
Philip Bosco interpretando al anciano padre que escribe con su mierda "capullo" en el espejo, el que hace reír al público con sus salidas de tono, también está enorme, aborrecible y tierno según el momento, un ser de contrastes.
Y, la atractiva Laura Linney, también está creíble como buena hija. Al salir del cine yo decía: ¿de qué me suena a mí esa actriz?
Hacía de mala pécora en La casa de la alegría, lo comprobé al llegar a casa buscando su nombre.

Coda

De las que he visto, La casa de la alegría es una de las películas que más me han emocionado. Basada en la excelente novela de Edith Wharton, tiene como banda sonora original el bellísimo adagio de Marcello. Y sí, lo prefiero al Love Street de los Doors, aunque no hay que mezclar las churras con las merinas.

3 comentarios:

Hilvanes dijo...

Quede inaugurado el nuevo curso!

Yo veía la última película de Woody Allen el lunes a la caída de la tarde entre gente tan normal, que era hasta escasa su presencia.

Allí no había libros, solo hubo por un par de sonrisas ocasionadas por las ocurrencias de la sufridoras mujeres de Allen.

Conocerás al hombre de tus sueños te hace pasar un rato agradable, pero al final llegas a la conclusión de que es una película discreta, y sin la relevancia que cabía esperar de alguien con la es Woody Allen.

Príncipe de ArroyoLuche dijo...

El caso de Woody Allen, como director, es excepcional, nunca falla, vale que tiene sus rachas, pero nunca defrauda, al menos a mí no me defrauda. Es uno de esos valores seguros.
Supongo que iré a ver esa película pronto, a ver qué tal, ya contaré...

Príncipe de ArroyoLuche dijo...

Ahora recuerdo Desmontando a Harry, lo que me pude reír en el cine Aluche -desapareció y pusieron sun supermercado- con la secuencia de Robin Williams, el hombre difuminado. Este Allen, que nos dure mucho tiempo.