martes, 10 de agosto de 2010

Mendel el de los libros, de Stefan Zweig

De vuelta en Viena tras una visita a los barrios de la periferia, me ví inmerso de improviso en un chaparrón que, con húmedo látigo, perseguía a la gente obligándola a correr hasta los portales de las casas y otros refugios. Yo mismo busqué también, a toda velocidad, un techo que me amparara. Por fortuna, en Viena le espera a uno en cada esquina un café. De modo que huí al que se encontraba más próximo, con el sombrero que ya goteaba y los hombros empapados.

(Traducción de Berta Vias Mahou)



De esta manera tan sugerente comienza este relato perfecto, novela corta o cuento largo, semblanza de un tipo admirable y trágica memoria de tanto quehacer inútil.
En la Viena de entreguerras, un hombre se protege de la lluvia en un café, extrañándose al poco de una sensación de recuerdo que intenta atrapar pero no puede. No es hasta que se levanta de la mesa y va hacia la puerta de salida y ve un cuarto de juegos cuando toda esa extrañeza empieza a tomar cuerpo.
Allí conoció al librero judío Mendel, que siempre estaba allí rodeado de sus libros, sus notas, revistas, apuntes, en total abstracción, sumergido en la lectura. Recuerda a aquel personaje borgiano, Funes el Memorioso, pues al igual que él Mendel posee una memoria descomunal, sin fisuras. La particularidad de Mendel es que esta facultad es únicamente literaria, pero es que su vida es eso: los libros, y nada más.

Por cierto que aquella memoria sólo había podido ejercitarse y formarse de aquella manera diabólicamente infalible por medio del eterno secreto de cualquier perfección: la concentración. Dejando a un lado los libros, aquel hombre singular no sabía nada del mundo, pues todos los fenómenos de la existencia sólo comenzaban a ser reales para él cuando se vertían en letras, cuando se reunían en un libro y, como quien dice, se habían esterilizado.


Es un hombre al que la gente del café Gluck aprecia, respeta, quiere.
No ve nada más allá de los libros, gracias a su envidiable concentración. Sólo cuando se le interrumpe para consultarle cualquier duda sobre la localización de un libro o sobre la bibliografía en torno a un tema, entonces sale de su burbuja para responder con amabilidad y pasión, ironía y justa vanidad.
No diré más de la trama, y todo serían elogios si tratara de las cortas y exquisitas descripciones impresionistas, de la profunda piedad con que trata a sus personajes, de la acertada psicología con que define a cada uno.
Es una historia triste: es un malentendido causado por la psicosis imperante en una guerra lo que provoca la tragedia, la víctima es el hombre bueno y manso que reparte su sabiduría con generosidad, y que se ofende cuando le quieren pagar por ello.

... sólo una cosa podía irritarle de un modo desmesurado: cuando un novato pretendía, por ejemplo, ofrecerle dinero por aquella tasación. Entonces retrocedía ofendido (...), pues el hecho de poder tener un valioso libro entre las manos significaba para Mendel lo que para otros el encuentro con una mujer. Aquellos instantes eran sus noches de amor platónico. Tan sólo el libro, jamás el dinero, tenía poder sobre él.

Poco más adelante dice:

... había venido del Este a Viena a estudiar para rabino, pero pronto había abandonado al riguroso Dios único, Jehovah, para entregarse al politeísmo brillante y multiforme de los libros.


Sus últimas páginas recuerdan las del Bartleby de Melville, aquel escribiente que se va alejando paulatinamente de la realidad negándose a su contacto.
Cuando Mendel es desposeído de sus libros, cuando ve lo que se insinúa pero no se dice en la obra, en el campo de concentración, pierde al volver a la libertad toda aquella singularidad -ayudado eso sí por esa tendencia general a desvalorizar lo peculiar-, pierde su vocación, pierde su vida.
No había leído hasta hoy nada de Stefan Zweig, sus libros reeditados por Acantilado llamaban la atención por su delicada sobriedad roja y negra. Este libro no supera las sesenta páginas, en media tarde se puede ganar mucho con libros así, tan breves a la vez que cargados de sustancia.
Inolvidable.

Coda

En un momento del relato el narrador escribe que recuerda el café Gluck más por Mendel que por el músico, pero a mí me ha hecho recordar lo que me gusta esta pieza compuesta por él.
Deliciosa, y serviría como fondo para ese café de Viena:

2 comentarios:

hilvanes dijo...

Decía el autor que “Mendel ya no era Mendel, como el mundo ya no era el mundo”.

Anoto el libro en el cuaderno de las futuribles lecturas. Además, leyendo su reseña, parece como si el libro transmitiera sosiego.

Además de hacernos pensar.

O será su reseña. Que también.


http://www.youtube.com/watch?v=cr4FGgHe2IY&translated=1

Príncipe de ArroyoLuche dijo...

¡Mmmmhhh!
Está muy bien esa música.
No sé si intentaba transmitir sosiego, aunque sí me sosegó el encontrar este magnífico libro, el poder estar clavado en unas páginas sin desconcentrarme apenas, pues se lee de un tirón -aunque yo me dí un paseo a la mitad-.
Mendel es envidiable, podría simbolizar el tiempo antes de los años veinte del pasado siglo, en el que la electricidad no existía. Además, es el hombre vocacional, el que vive para su trabajo y sus aficciones y vicios forman parte de su trrabajo, el hombre que vive en su torre de marfil y desde allí, sin conocer otras parcelas del mundo que las suyas, ilumina el mundo.
Por eso dice: "Mendel ya no era Mendel, como el mundo ya no era el mundo", al finalizar la primera guerra mundial -creo que el autor quiere dar a entender eso- se pierde cierta inocencia, el ser humano no vuelve a ser el mismo, ha ganado comodidad artificial y ha perdido humanidad, solidez espiritual.