martes, 6 de julio de 2010

Un libro para el verano



Etimologías.
Buscando en la entraña etimológica de la palabra, nos encontramos con que trabajo viene del latín tripaliāre, que es torturar y torturarse. Luego adentrémonos en el palabro negocio, que no es más, ella misma lo dice, que la negación del ocio.

Cultura del Ocio

En hormigueros y colmenas hay tres organizaciones bien diferenciadas. en la cima de la pirámide está la reina, que se dedica a comer, copular y parir.
Luego están los zánganos, cuya única finalidad es la de cortejar a la reina.
Por último, en la base, obreras y soldados. Labores de construcción, manutención, protección. No sé mucho de esta fauna, pese a que una vez leí un libro muy interesante, El día de las hormigas, de Bernard Werber. Pero para una reina lo mismo hay cien zánganos y para cien zánganos hay diezmil obreras. Sacien su curiosidad en la whiskipedia, que yo soy un poeta, no un estadístico.
En el caso de las hormigas, la hormiga zángana es la única que junto a la reina tiene derecho a vuelo.

Interpretación de la parábola.

El hormiguero es el negocio.
La reina es La Musa. Los zánganos son los filósofos y los poetas. El resto son los esclavos que trabajan al servicio de la minoría.

Orígenes

Los primeros poetas fueron los profetas bíblicos que interpretaban oráculos y apoyados en los muros de Jerusalén recitaban versos como: ¡Navegad, naves de Tarsis!. Ellos fueron los primeros poetas sociales y canautores, azote de la sociedad adoradora del becerro de oro.
Los primeros filósofos surgieron en la atenas asentada en flor de explendor. Mientras los esclavos curraban de sol a sol, ellos eran los peripatéticos que se dedicaban a pasear por el ágora preguntándose por el sentido de la existencia.



Yo siempre he querido ser zángano, tirarme a la reina, pasear por el ágora como un sofista de hoy: un contertulio; y pararme en las esquinas del mundo guitarrita en mano para indicarle al prójimo sus pecados, ¡oh, profeta en la ribera del Arroyo Luche!
Y la culpa de todo la tienen los veranos.

Una elegía para el verano

Temblarán mis manos en la composicón de la elegía, trémulas manos de escriba...
La majestad del verano residía en su inabarcable magnitud, una isla ajena al seco continente de los pocos oasis que era el año en curso.
Por aquel entonces era usual el pantalón corto, la bicicleta y la piscina.
Era esa residencia un campo virgen y abierto. Parecía que no se iba a acabar nunca.
Aunque siempre había cretinos que al llegar a clase mediado Septiembre decían: menos mal, qué aburrimiento.
Yo cargaba una mochila con una larga docena de libros, y un día mi padre dijo:
-¿Qué habéis metido aquí, plomo?
Soldaditos de plomo eran los libros, el juguete preferido.
Me veo a mí mismo en aquella calle de Cadalso de los Vidrios que desembocaba en un olivar, un viernes por la tarde, junto a mi hermano pequeño y otros amigos que jugaban a lo que se terciara, esperábamos ansiosos la llegada de mi padre, que trabajaba durante la semana y los fines de semana llegaba al pueblo, siempre con algún regalo, aunque fuese una pistola de agua. Mientras, yo tenía en mis manos La isla misteriosa, de Julio Verne. Un personaje había descubierto en la manga de su chaqueta un grano de trigo, y gracias a eso pudieron cultivar el trigo para la harina, la harina para el pan. Luego Nemo, en la sombra, les ayudaba en todo.
No sólo gracias al ocio se forma uno un gusto por la cultura, el miedo también ayuda. En aquella casa tan grande, de noche, mis padres y mis hermanos mayores fuera.
En esa noche terminé de leer El conde Lucanor, de Don Juan Manuel, y leí de un tirón El caballero de Olmedo, de Lope de Vega. Doce, trece años, no sé los que tendría.
Que de noche le mataron
al Caballero,
la gala de Medina,
la flor de Olmedo.

Finalizado Agosto se me metía dentro la negra premonición del tiempo dirigido por otras manos, eran melancólicos los ocasos en aquel olivar que lindaba con el Campo Santo, aquel Campo Santo de aquel sueño en el que leía aquel libro grueso, acechado por el asesino que esperaba cruel a que terminara la lectura para llevarme consigo.
Eran esas melancolías las mismas de los Domingos por la tarde.
Luego llegaron Kafkas, Rayuelas, Justines de Durrell, Alicias de Carroll, cada libro con su alma a enriquecer el alma propia.

Emancipación obrera

Hasta que un verano, por no estudiar Economía, me sumergí en las páginas en blanco, para ser yo el mago del verano.
No hubo verano sin cópula de zángano a la musa, en extraña combinación con el negocio.
Porque fui a la vez hormiga obrera y zángano cortesano, esclavo y príncipe.
Yo me alimentaba por aquel entonces de todo lo que veía y escuchaba. En el metro, camino del trabajo en Vallecas, ví una vez que un chico de torso desunudo le daba un beso a una muchacha que dormía.
Desde Herrera Oria hacia Aluche, desde Alcalá a Madrid ... Pero antes...
Hubo un verano de revolución, hace siete años, cuando enloquecí no por vez última, ni primera, a cada incongruencia yo guillotinaba con una página a un tirano.

Es lo mismo

Alguien dijo alguna vez que cuando leemos estamos reescribiendo otra vez lo que fue escrito, a nuestra manera, según nuestra medida.
También se dijo que escribir no es más que ir leyendo, de manera más o menos fluida, o a trompicones, lo que uno se cuenta.
Hace seis años hice un homenaje a esos libros de páginas en blanco que están protejidos por tapas ricamente ilustradas. Es la fascinación por el territorio vacío dispuesto a ser llenado.
Ayer, buscando en la Casa del Libro un regalo, me hizo ilusión reencontrarme con ese tipo de tomitos, así que lo pensé dos veces, pero no más.
Regalar un libro es un acto de amor porque ofreces una residencia poblada, todo a disposición para el deleite y el aprendizaje -esto por mucho que uno crezca nunca acaba- de aquel que va a ser regalado. Sin embargo un libro en blanco es todo un reto, es regalar una residencia que ha de ser repoblada con aquello que quiera dar un creador, una creadora activos.

Este post puede servir de complemento a aquel que escribí el año anterior:
El libro del verano.

En el próximo post, conquistadores de páginas, daremos otra vuelta de tuerca a este asuntillo. ¿Somos nosotros los que invadimos las páginas de un libro para nuestro solaz, o son los libros los que nos invaden a nosotros?
Literatura de evasión y de invasión, no me olvido, Hilvanes.

2 comentarios:

Hilvanes y Retales dijo...

Este verano intento recuperar las horas lectoras perdidas en invierno...pero no es lo mismo leer en verano que en invierno. En esta estación que nos ocupa, el calor agobia y las letras se derrite y caen y manchan cara, manos, ropa...hoy se ha derretido el tío Fred...me gusta la referencia a la Grecia clásica. Ahora, cuando los pelos que caen de mi cabeza son blancos, admiro más aún si cabe a aquellos monstruos del pensamiento...devorados por la búsqueda de la verdad. El hombre moderno, deberíamos ser como Sócrates, y buscar la paz interior a pesar de las innumerables paradojas en las que estamos inmersos...Cicerón decía que Sócrates trajo la filosofía del cielo a la tierra y la implantó en las ciudades y en los hogares de los hombres...el BUP y el COU también nos traía la filosofía con aquellos manuales de tapas lilas y verdes. Cuando preparaba selectividad, una vecina observó que yo doblaba las páginas...me llevé una bronca !!!

Príncipe de ArroyoLuche dijo...

Soy de la opinión de que a los libros propios hay que amarlos hasta el dolor, aunque sea subrayando y doblando las páginas. Y si te enfadas con ellos, tirarlos contra la pared. A mí una vez un amigo me tiró La Divina Comedia de Dante a la cabeza.
Los libros no son tan sólo objetos que hacen bonita la casa, han de ser usados, descuartizados de tanto sacarles el jugo.
Eso que dice sobre los griegos está muy bien, aquí en Manicomio intentamos buscar esa paz interior socrática, irónica, mayéutica y mayestática. Lo que sucede es que como en todas partes, aquí hay también mucho cretino sofista que juega al "todo es relativo", cuando cierto es que alguna verdad absoluta hay: el derecho a vivir la vida en paz y libertad, pese a quien pese, y nunca a costa de los demás.